Sexta parte: el expolio organizado
Cuenta el anecdotario que la despedida de Josefina a Napoleón cuando éste iba a emprender su campaña egipcia fue: «Si vas a Tebas, no te olvides de traerme un obelisco». Dudando razonablemente de tal aseveración sin embargo engloba el sentimiento que a finales del siglo XVIII sienten los europeos por Egipto: un inmenso bazar en el que comprar a bajo precio curiosidades con las que satisfacer los caprichos de la burguesía acomodada.
La expedición de Napoleón tendrá una doble vertiente cultural que revolucionará por completo el futuro inmediato de Egipto: pondrá de moda un mundo que ha permanecido olvidado desde el Renacimiento y ofrecerá la llave para el desvelamiento del lenguaje de los jeroglíficos, la Piedra Rosetta.
Las repercusiones no serán, en cualquier caso, inmediatas. Y durante una buena parte del siglo XIX el ambiente será propicio para aventureros y buscadores de fortuna. En 1.811 la agencia inglesa Thomas Cook realizará el primer viaje organizado, con un recorrido muy similar al que ofrecen los mayoristas actuales.
Se produce una auténtica avalancha de curiosos que en muchas ocasiones emplearán su espíritu emprendedor con una vertiente patriótica mal entendida, que no repararán en medios para enviar a sus países de origen los tesoros arquitectónicos que dormitan en el seno del desierto.
Todavía serán frecuentes los actos de «vandalismo» científico. En 1.837 Richard Howard-Vyse, oficial del ejército británico, dinamitó un pasillo de la pirámide de Keops para dejarlo libre de una roca caída del techo y acceder de esta manera a la Cámara de Wellington. En los trabajos de desescombro de la fachada norte salieron a la luz varias placas del revestimiento exterior. Poco antes de ser enviadas a Inglaterra, un grupo de árabes las destruyó para que ningún cristiano sacara de Egipto lo que pertenecía a los musulmanes. Por ambas partes el nacionalismo exacerbado se antepone al sentido común.
Hombre de triste nombre no solamente por este incidente, sino por enviar a Inglaterra el sarcófago de Micerino en un barco que naufragó frente a las costas de Cartagena, permaneciendo desaparecido hasta el día de hoy.
Entre golpe de martillo y estruendo de dinamita comienzan a perfilarse las primeras personalidades que encauzarán de forma definitiva la arqueología científica y la preservación de las obras de arte. Pionero entre ellos, Giovanni Battista Belzoni, mezcla de forzudo, aventurero, charlatán, pero profundamente emprendedor, no le temblará el pulso para abrir con la fuerza del ariete sarcófagos y trabajar para políticos de dudosa moralidad artística, como es el caso del Cónsul General Británico en Egipto, Henry Salt. A pesar de la poca ortodoxia de sus métodos, fue el primero entre las figuras de la egiptología que se preocupó por las cuestiones arqueológicas.