Quinta parte: del saqueo ilegal al expolio inconsciente
Precisamente será durante la dominación romana cuando los primeros monumentos egipcios abandonen su patria y crucen los mares. Hasta 13 obeliscos se elevarán en la ciudad eterna, convirtiéndose en la pieza artística más preciada procedente de Egipto. Junto con ellos, estatuas y esfinges cambiarán el aire del desierto por el horizonte ondulado de las siete colinas.
Y sin embargo, los mismos grandes constructores del Egipto eterno habían comenzado muchos siglos antes una práctica que se extenderá a lo largo de toda su historia: la apropiación de monumentos. En infinidad de ocasiones el faraón sucesor hará borrar los cartuchos que encierran el nombre de sus antecesores a la entrada de los templos y los sustituirán por su nombre. Tutmosis III lo hará con Hatshepsut por inquina, inquina que sin embargo no le impulsará a destruir el templo funerario de la reina; Ramsés II con varios faraones quizá por lo que podríamos denominar megalomanía.
Inclusive se utilizarán como materia prima para las nuevas construcciones edificaciones anteriores, sin sentir por ello rubor o escrúpulos. Bloques enteros de la pirámide de Keops (IV dinastía) constituirán parte del complejo funerario de Amenemhat I, faraón de la XIII dinastía.
¿Acaso no era ésta una forma encubierta de expolio? ¿No se suplantaba la identidad del constructor? Práctica habitual en el Antiguo Egipto no puede juzgarse bajo los parámetros de nuestra visión occidental finisecular.
Tras la conquista por parte de Roma, Egipto no volverá a recuperar plenamente su identidad, pasando de mano en mano, de invasión en invasión: persas, macedonios, árabes, mamelucos, otomanos El imperio de los faraones se ha perdido.
En este largo intervalo de provisionalidad tan sólo Alejandro Magno, que funda Alejandría para convertirla en el centro de sus dominios y que adopta las formas externas de la religiosidad egipcia, mostrará un respeto por la historia y la tradición del país que brillará por su ausencia en el resto de conquistadores.
En el año 593 de nuestra era, el historiador árabe Abd al-Latif narra como el rey Al-Aziz Othman se dejó persuadir por varios miembros de su corte para demoler las pirámides y utilizar sus bloques como cantera. Durante ocho meses enteros estuvieron trabajando en la pirámide de Micerino, extrayendo entre uno y dos bloques diarios.
En el año 813 las pirámides vuelven a ser protagonistas involuntarias de la avidez y de la codicia. Los servicios secretos del Califa de Bagdad, Abdullah Al Mamún, le informan de que en el interior de la pirámide de Keops hay cámaras secretas repletas de tesoros. Durante días interminables un panal de obreros intenta con sus cinceles y martillos desvirtuar el hieratismo de la gran pirámide sin éxito. Finalmente, un humilde herrero descubre la fórmula para obtener el acceso: calentar los bloques al rojo y regarlos seguidamente con vinagre frío. Las grietas que se producen en las junturas permitirán introducir punzones más gruesos que acabarán abriendo la tan deseada fisura. Tras excavar un túnel en el interior de la construcción de 30 metros se alcanzará uno de los corredores que desemboca en la Cámara de la Reina. Posteriormente también la Cámara del Rey será descubierta. Las evidentes muestras de que la pirámide ha sido violentada en el pasado y la falta de objetos de valor provocará el enfado de los obreros, que durante varias horas martillearán el interior de la Cámara del Rey en su frustración.
También los coptos dejarán su huella en el Templo de File, y al igual que los obreros del califa, los cinceles irán desfigurando las siluetas de los antiguos dioses.
Estos y otros muchos ejemplos dan fe de que en una época completamente distinta a la nuestra, el interés por el patrimonio de las culturas anteriores es inexistente, no solamente en el área geográfica del Nilo, sino allí donde se extiende la actividad humana: Alejandro Magno ha incendiado y destruido por completo Persépolis, la capital de Darío III. Escipión el Africano aplicará al máximo el rigor de la cólera de Roma y arrasará por completo Cartago, esparciendo sal por la colina que ocupa la ciudad para que ni siquiera la hierba vuelva a crecer.
Bien es cierto que ambos hechos son producto de conflictos bélicos y no se puedan extrapolar tal cual a la realidad egipcia, pero sí son demostrativos del desprecio por la cultura e historia del vencido.
También encontraríamos ejemplos hirientes para nuestra mentalidad, educada en el respeto y estudio del pasado como medio de mejor comprender el presente: la orden de Carlos I de emplear los bloques de piedra del teatro griego de Siracusa (Sicilia) en la construcción de obras de canalización o el patio de la Mezquita de Kairouán, en Túnez, que no posee dos columnas iguales al proceder todas ellas de diferentes edificaciones.
Lo más importante, en cualquier caso, es constatar que se trata de una forma de proceder enraizada en la época histórica en la que nos movemos, ya que el celo por la conservación de los restos del pasado por motivaciones científicas no comenzará a tener auténticos defensores hasta bien entrado el siglo XIX.
Buena prueba de ello es que James Burton, descubridor en 1.825 de la kv 5 (la tumba de los hijos de Ramsés II), la mayor jamás encontrada en la historia de la egiptología, desestimó continuar los trabajos en la misma tras inspeccionar las tres primeras cámaras al no haber encontrado ninguna pieza preciosa en su interior ni ornamentación alguna.
El mismísimo Howard Carter tropezó de nuevo con la entrada de esta tumba en 1.902, pero inmediatamente volvió a taparla empleando los mismos escombros que la habían mantenido cubierta por considerar que se trataba de un hallazgo sin importancia.