Mil Millas Nilo Arriba de Amelia B. Edwards
Por Rosa Pujol
11 marzo, 2003
Modificación: 23 mayo, 2020
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A menudo, el viajero debe comer a base de menú fijo en el transcurso de sus múltiples andaduras; pero muy raramente se le presenta la oportunidad de sentarse a la mesa con unos comensales tan variopintos como los que abarrotan el comedor del Hotel Shepheard’s de El Cairo al inicio y mitad de la temporada egipcia. Aquí se reúnen a diario alrededor de dos o trescientas personas de todas las clases sociales y nacionalidades, animados por diferentes propósitos; la mitad de ellos son anglo-hindúes de camino al extranjero o de vuelta a casa, residentes en Europa, o visitantes establecidos en El Cairo para pasar el invierno. La otra mitad es casi seguro que van a remontar el Nilo. Tan complejo e incongruente resulta este grupo de viajeros del Nilo, jóvenes y viejos, bien vestidos y mal vestidos, cultos e iletrados, que el primer impulso del recién llegado sería preguntar por qué motivos tantas personas de gustos y educación tan dispares, se sienten impelidos a embarcarse en una expedición que, cuando menos, es tediosa, muy cara, y de interés totalmente excepcional.

Su curiosidad, sin embargo, se ve pronto satisfecha. Antes de que pasen dos días, conoce el nombre y ocupación de todos ellos; distingue a primera vista a un viajero de Cook de uno que viaja por su cuenta; y ha llegado a la conclusión de que nueve de cada diez personas con las que probablemente se encontrará río arriba, serán ingleses o americanos. El resto serán principalmente alemanes, y algunos belgas o franceses. Esto, en líneas generales; pero los detalles son aún más heterogéneos. Hay inválidos en busca de salud; artistas en busca de tema; aventureros en busca de cocodrilos; hombres de estado de vacaciones; corresponsales alerta ante cualquier cotilleo; coleccionistas tras el rastro de papiros y momias; hombres de ciencia con fines exclusivamente científicos; y el acostumbrado número de desocupados que viajan por el mero placer de viajar, o para satisfacer una curiosidad inconcreta.

Ahora, en un lugar como el Shepheard’s, donde cada nueva llegada tiene el honor de contribuir, al menos unos minutos, a la distracción general, la primera aparición de L. y de la Autora, cansadas, polvorientas y considerablemente quemadas por el sol, puede muy bien haber dado lugar a algunos de los comentarios que circulan habitualmente por estas concurridas mesas. La gente muy probablemente se preguntaría de dónde habrían venido estas dos inglesas errantes; por qué no se habrían vestido para la cena; qué las había traído a Egipto; y si también ellas pensaban remontar el Nilo – todas estas preguntas podían responderse fácil y satisfactoriamente.

Veníamos de Alejandría, tras una horrible travesía desde Brindisi, seguida de cuarenta y ocho horas de cuarentena. No nos habíamos vestido para la cena porque nos habían traído de la estación antes que a nuestro guía-intérprete y equipaje justo a tiempo para sentarnos a cenar con el resto. Teníamos intención de remontar el Nilo, por supuesto; y si alguien se hubiera arriesgado a preguntarnos con muchas palabras qué nos había traído a Egipto, le habríamos respondido: -”Hartazgo del mal tiempo.”

La verdad es que habíamos caído aquí por accidente, sin excusa de salud, negocios o cualquier otro motivo serio; y nos habíamos refugiado en Egipto del mismo modo que uno entraría en el Burlington Arcade o en el Passage des Panoramas: para guarecerse de la lluvia.

Y por buenas razones. Habiendo abandonado nuestro hogar a principios de Septiembre para pasar unos pocos días dibujando en la Francia central, habíamos sido perseguidas por el más húmedo de los tiempos húmedos. Aunque abandonamos los parajes montañosos, el tiempo no mejoró en el llano. En Nimes llovió sin parar durante un mes. Debatiendo sobre si recoger nuestros paraguas mojados y volver a casa de inmediato, o intentar ir un poco más lejos en busca del sol, la conversación derivó a Argelia-Malta-Cairo; y El Cairo resultó elegido. Jamás expedición tan lejana se llevó a cabo con menos premeditación. No bien lo habíamos decidido, y ya estábamos en camino. Pasamos de largo Niza, Génova, Bolonia y Ancona como en un sueño, y ni Bedreddin Hassan cuando se despertó a las puertas de Damasco se sorprendió tanto como la autora de estas páginas cuando se encontró a bordo del Simla saliendo del puerto de Brindisi.

Así pues, sin planes definidos, sin atuendo adecuado, y sin ninguna experiencia oriental, llegamos a El Cairo el 29 de Noviembre de 1873, literal y prosaicamente, en busca del buen tiempo.

Pero, ¿qué tienen los recuerdos que ver con lluvias en tierra, o tormentas en alta mar, o con las impacientes horas de cuarentena, o con nada sombrío y desagradable cuando uno se despierta al alba y ve por la ventana estas palmeras verde grisáceo, saludándose solemnemente con inclinaciones de sus cabezas empenachadas, recortándose contra un amanecer rosado? Estaba oscuro la noche pasada, y no tenía idea de que mi habitación daba a un jardín encantado, extenso y solitario, habitado por ricos gigantes, bajo cuya corona de ramas colgaban jugosos racimos de dátiles marrones y ambarinos. Era una mañana tranquila y cálida. Los cuervos grises y negros volaban pesadamente de un árbol a otro, o se posaban, graznando meditabundos, en las ramas más altas. A lo lejos, entre las columnas formadas por los troncos de las palmeras, se erguía el minarete de una mezquita muy distante; y aquí donde el jardín lindaba con un muro y una casa sin ventanas, vislumbré a una mujer cubierta con un velo, que caminaba por la azotea en medio de una nube de palomas. Nada podía ser más simple que esta escena y sus componentes; al mismo tiempo, nada podía ser más oriental, extraño e irreal.

Si bien para disfrutar completamente de una abrumadora e imborrable primera impresión de la vida al aire libre oriental, uno debe empezar en el Cairo por pasar un día en los bazares nativos; sin comprar, ni dibujar, ni buscar información, sólo registrando escena tras escena, con sus abigarradas combinaciones de luces y sombras, colores, vestidos y detalles arquitectónicos. La entrada de cada tienda, cada esquina de la calle, cada grupo de hombres con turbante es de por sí un cuadro ya pintado. El viejo turco que coloca su puesto de pasteles en el hueco de un dintel labrado; el joven mulero que espera clientes con su borrico cubierto por coloridas alforjas; el mendigo que duerme en los escalones de la mezquita; la mujer con velo que llena su cántaro de agua en la fuente pública –todos ellos parecen haber sido puestos allí expresamente para ser pintados.

El entorno no es menos pintoresco que los personajes. Las casas son altas y estrechas. Los pisos superiores sobresalen de la fachada, y desde éstos se proyectan ventanas de delicada celosía de vieja madera marrón, como grandes jaulas para pájaros. La calle está entoldada con esterillas y alfombras, a través de las cuales se cuelan polvorientos rayos de sol aquí y allá, dando lugar a rendijas de luz sobre la multitud en movimiento. La calle sin pavimentar -apenas un callejón lleno de roderas, que riegan generosamente dos o tres veces al día- está flanqueada por la parte frontal de las tiendas que se abren como armarios llenos de estanterías. Los mercaderes permanecen sentados con las piernas cruzadas entre sus mercancías mirando a los transeúntes y fumando en silencio. Mientras, la marea humana fluye incesantemente –una marea ruidosa, cambiante, incansable y multicolor, mitad europea y mitad oriental, a pie, a caballo y en carruajes. Hay aquí guías sirios vistiendo pantalones amplios y chaquetas con galones y trencillas; fellahin egipcios descalzos con camisas azules raídas y bonetes de fieltro: griegos con túnicas blancas absurdamente almidonadas, como servilletas andantes; persas con gorros altos de tejido oscuro a modo de mitra; beduinos de piel cetrina con vestiduras flotantes color crema con rayas de un pie de ancho, y manto de la misma tela sobre la frente, que sujetan con un cordón hecho con pelos de camello; ingleses con sombrero de palma y bombachos, con las piernas colgando de sus asnos casi invisibles; mujeres nativas de la clase más pobre con velos negros que sólo permiten ver sus ojos, y largas vestiduras de algodón azul oscuro de rayas negras; derviches con vestidos de patchwork con su pelo trenzado asomando bajo fantásticos tocados; abisinios de piel negro-azulada y piernas increíblemente delgadas y arqueadas, como barandillas de ébano; sacerdotes armenios con el mismo aspecto de Portia haciendo de Doctor, con larga saya negra y sombrero alto cuadrado; árabes argelinos totalmente de blanco como fantasmas majestuosos; jenízaros a caballo con chaquetas bordadas en oro y sables tintineantes; mercaderes, mendigos, soldados, barqueros, labradores, obreros con todo tipo de atuendos, y gentes de todos los colores de piel: de clara a oscura, de tostada a cobriza, de profundamente bronceada a negro azulado.

Ahora pasa un aguador curvándose bajo el peso de sus recién rellenados pellejos de cabra de patas atadas y tapón ajustado en el cuello, que, al conservar el pelo, parecen horriblemente hinchados y vivos. Luego llega un vendedor de dulces con una bandeja de ese compuesto elástico que los niños ingleses llaman “terrones de delicia”; después, pasa una señora egipcia a lomos de un enorme burro gris, que dirige un sirviente con un sable bien a la vista en su costado. La señora lleva un vestido de seda rosado y velo blanco, con una capa de seda negra que hace las veces de capucha, abrigo y velo y que se hincha con el viento como un globo al caminar Ella monta a horcajadas; sus pies descalzos con babuchas de terciopelo violeta, apenas descansan en los estribos. Tiene cuidado de mostrar un brazo regordete cargado de brazaletes de oro macizo y, a juzgar por el modo en que usa un par de húmedos ojos negros, no le importaría que también se le viera el rostro. El asno no va peor vestido que su señora. Sus patas bien esquiladas y sus cuartos traseros están pintados con zig-zags en azul y blanco adornado con bandas de amarillo pálido. Su silla de montar de alto asidero está resplandeciente de terciopelo y bordados, y el adorno de la cabeza es todo de cintas, cordones y flecos. Un burro como éste costaría entre sesenta y cien libras. Más tarde pasa una carroza descubierta con un grupo de risueñas inglesas; o un grave jeque provincial vestido de negro montado sobre un media-sangre árabe; o un caballero egipcio vestido a la europea aunque con fez turco, en un caballo inglés, conducido por un mozo inglés. Delante de él, bastón en mano y ojos ávidos, corre un nativo Saïs, o lacayo de a pie. Lleva las piernas desnudas, un gorro griego y un chaleco alegremente bordado sobre una amplia túnica blanca. Ninguna persona de posición se mueve por El Cairo sin uno o dos de estos sirvientes. Se dice que los Saïs (fuertes, ligeros y bellos, como el Mercurio de Bologna) mueren jóvenes. El paso los mata. A continuación pasa un vendedor de limonada con su tinaja de estaño en una mano y su garrafa y vasos de latón en la otra; o bien un vendedor ambulante de babuchas con un manojo de zapatillas marroquíes rojas y amarillas colgando de un largo bastón; o un pequeño carruaje de un caballo de fabricación inglesa con dos damas de velo turco transparente en su interior, precedidas por un jinete nubio en montura semi-militar; o, quizás, una fila de camellos altaneros y de mal genio, elevando sus cuellos sobre la multitud, cargados con balas de lona en las que hay escritas direcciones en árabe.

Pero los mercaderes egipcios, árabes y turcos, bien sea mezclados en la marea humana, bien sentados tras sus mostradores, son los personajes más pintorescos de toda esta bulliciosa escena. Llevan amplios turbantes, la mayoría blancos; sayas de seda siria rayada hasta los pies, y un sobretodo de pasamanería o cachemira. Sujetan la saya a la cintura con una rica banda bordada; y el sobretodo, o gibbeh , es generalmente de algún bello color difuminado, tal como maiz, mora, aceituna, melocotón, verde mar, salmón, siena y similares. El que estos seres majestuosos deban comprar y vender vulgarmente en lugar de reposar toda su vida en lujosos divanes atendidos por bellos circasianos, parece totalmente contrario al orden eterno de las cosas. Aquí hay, por ejemplo, un Gran Visir con impoluto sayal de satén blanco y ámbar que se rebaja a vender cazoletas para pipa, -simples cazoletas de arcilla roja de todos los tamaños y precios. No vende nada más, y no sólo tiene una pila de ellas en el mostrados, sino que tiene un bidón lleno en la trastienda. Se fabrican en Siout (Assyut) en el Alto Egipto, y se pueden adquirir en las tiendas argelinas de Londres casi tan baratas como en El Cairo. Otro majestuoso pachá comercia con vasijas de cobre y latón, tazas, fuentes, jarras, bandejas, quemadores de incienso, calientaplatos y similares; algunos de ellos están exquisitamente labrados con arabescos o frases de los poetas. Un tercero vende sedas de los telares del Líbano, y tejidos de oro y plata de Damasco. Otros venden armas usadas, porcelana usada, bordados antiguos, alfombras de oración de segunda mano, y curiosos taburetes y armaritos de ébano con incrustaciones de madreperla. Aquí, también, el vendedor de tabaco se sienta tras un enorme pastel de Latakia, tan grande como su propio cuerpo; y el comerciante de esponjas fuma su larga pipa bajo un emparrado de esponjas.

Los más divertidos son aquellos bazares en los que cada gremio ocupa su zona separada. Pasando por un arco de piedra, o bajando por una curva cerrada, uno se encuentra en medio de una colonia de fabricantes de sillas de montar que pespuntean, martillean, taladran y ribetean. Se puede ir calle arriba y calle abajo entre escaparates de los que cuelgan tocados para caballos llenos de adornos y sillas curvadas de todas las calidades y colores. Hay aquí sillas para mujeres, militares, para asnos y para los grandes oficiales del estado; sillas cubiertas de cuero rojo, con terciopelo violeta y carmesí, con tela marrón, gris y púrpura; sillas bordadas en oro y en plata, tachonadas con clavos de cabeza de bronce, o ribeteadas de pasamanería,

Girando otro par de esquinas, nos encontramos en el mercado de calzado, caminando por avenidas de babuchas rojas y amarillas; babuchas puntiagudas, con la punta hacia arriba, y otras tan redondeadas y planas como herraduras; zapatillas para caminar de suela gruesa y suaves zapatillas amarillas sin suela para ser usadas como calcetines dentro de las casas. Estos absurdos zapatos escarlata con pompones son para niños. Los zapatos marroquíes son para los mozos; las zapatillas de terciopelo bordadas con oro, cuentas y perlas son para los harenes ricos y el precio por par oscila entre los cinco chelines y las cinco libras.

El bazar de las alfombras tiene una extensión considerable y consiste en una red de callejuelas que van a parar a la derecha del Muski, la cual viene a ser como la Regent Street de El Cairo. En las casas de muchas de estas callejas proliferan las antiguas ventanas de celosía y puertas sarracenas. Una pequeña plaza está enteramente tapizada con alfombras persas y sirias, alforjas de Damasco y alfombrillas turcas de oración. Los comerciantes están sentados fumando entre su mercancía; y arriba en una esquina un viejo “Kahwagee”, o vendedor de café ofrece su humilde mercancía. Tiene colocada una pequeña estufa y una estantería al lado de la puerta del deteriorado Khan, de paredes decoradas con paneles de arabescos labrados en piedra antigua. Este es uno de los puntos más pintorescos de El Cairo. Las alfombras rayadas de Túnez, el oscuro gris y azul, o verde y rojo de los tejidos de Argelia. Las alfombras de pelo de Laodicea y Smyrna; los ricos azules y verdes y el rojo apagado de Turquía; y los armónicos dibujos de Persia, maravillosamente variados, todos tienen su lugar especial en las callejuelas cercanas, fulgurantes de alegres colores y habitadas por personajes que vienen y van como si fueran los actores de alguna obra de Navidad ambientada en Oriente.

Por el contrario, el lugar de los orfebres del Khan Khaleel apenas muestra los artículos en venta. Las calles son tan estrechas en esta zona que dos personas casi no podrían caminar una al lado de la otra; y las tiendas, más pequeñas que nunca, son como alacenas con no más de tres pies de ancho. La trasera de cada alacena está equipada con filas de pequeños cajones y casillas, y en la parte frontal un escalón de piedra alfombrado, llamado mastabah que sirve de asiento y de mostrador. El cliente se sienta en el borde de la mastabah ; el comerciante se sienta en el suelo del interior con las piernas cruzadas. En esta postura puede sacar cajón tras cajón sin levantarse; y así, el espacio entre ambos queda lleno de ornamentos de oro y plata. Estos se diferencian unos de otros sólo por el metal en que están fabricados, siendo los diseños idénticos; y se venden al peso con el debido margen de beneficio. Cuando tratan con extranjeros que no conocen el sistema de pesos egipcios, los objetos de plata se contrapesan con rupias o piezas de cinco francos, mientras que los de oro se pesan contra napoleones o soberanos. Los adornos hechos en El Cairo suelen ser cadenas y pendientes, tobilleras, brazaletes, collares de monedas ensartadas, o colgantes en forma de colmillo, cajas para amuletos de filigrana y pulseras de ejecución ruda, aunque con ricos diseños antiguos. En cuanto a los comerciantes, su civismo y paciencia son inagotables. Uno puede revolver entre toda su mercancía, probarse todos los brazaletes, marcharse una y otra vez sin comprar nada, y aún así, ser recibido y despedido con sonrisas. L. y la Autora pasamos buenas horas practicando el árabe en el Khan Khaleel sin colaborar, me temo, al correspondiente beneficio de los mercaderes.

Hay muchos otros bazares especializados en El Cairo, tales como el bazar de los dulces: el de herramientas; el del tabaco; el de los montadores de espadas y el de los artesanos del cobre; el bazar moro donde se venden gorros fez, albornoces y productos bereberes; también extensos bazares para la venta de muselinas inglesas y francesas, y telas de algodón de Manchester ; pero estos últimos son, en su mayoría, de menor interés. Entre las telas manufacturadas en Inglaterra expresamente para el mercado oriental, encontramos una muselina de lo más horrenda, con un estampado de pequeños diablos haciendo cabriolas sobre una tierra amarilla; supimos luego que era un diseño muy de moda para los vestidos de los niños.

Pero los bazares, aunque pintorescos, distan de ser las únicas visitas interesantes de El Cairo. Hay multitud de mezquitas; grandiosas puertas sarracenas antiguas; viejas iglesias coptas; el Museo de Antigüedades Egipcias; y, a una distancia razonable, las tumbas de los Califas, Heliópolis, las pirámides y la Esfinge. Recordar en qué orden vieron estas viajeras estas cosas sería imposible; estaban como en un sueño, y al principio estaban demasiado aturdidas como para poder catalogar sus impresiones de manera metódica: Hubo algunos lugares a los que, por el momento, sólo pudieron echar una ojeada; otros tuvieron que ser definitivamente aplazados hasta su regreso a El Cairo.

Además, nuestra principal preocupación era buscar dahabiyas ; y la búsqueda de estas dahabiyas nos obligaba constantemente a volver nuestros pasos y nuestras mentes en dirección a Boulak –un lugar desolado junto al río, en el que había unas dos o trescientas embarcaciones amarradas para alquilar. Hoy en día muchas personas saben bien de las penalidades que supone buscar piso; pero solo quienes lo han experimentado saben cuanto mayores son las penalidades de buscar dahabiya . Es algo mucho más abrumador y fatigoso, obstruido por dificultades propias y específicas. En primer lugar, los barcos están construidos con el mismo plano, lo cual no sucede con las casas; y, exceptuando si navegan más o menos deprisa o si están limpios o sucios, son exactamente iguales como ostras gemelas; porque, para alguien que solo lleva unos días en Egipto, un hombre negro o cobrizo es exactamente igual a todos los hombres negros o cobrizos. Entonces, cada Reïs, o capitán muestra los certificados otorgados por viajeros anteriores; y estos certificados, que aparentemente están vigentes, tienen un modo misterioso de aparecer a bordo de diferentes barcos y en manos de diferentes propietarios. Esto no es todo. Las dahabiyas pueden cambiar de lugar, cosa que no pueden hacer las casas; de manera que el barco que ayer estaba atracado en la orilla este, puede estar en la orilla oeste hoy, o bien camuflado entre docenas de ellos a media milla río abajo. Todo esto resulta muy confuso; aunque no es nada comparado con el grado de perplejidad al que se llega al tratar de sopesar las ventajas e inconvenientes de los barcos de seis camarotes o de ocho; hay barcos con cantina y sin ella; hay barcos que pueden pasar la catarata y otros que no; barcos que solo son el doble de caros de lo que deberían, y otros que tienen este defecto multiplicado por cinco o seis. Sus nombres, de nuevo –Ghazal, Sarawa, Fostat, Dongola- totalmente diferentes a ningún nombre escuchado anteriormente, no sirven de ayuda para la memoria. Tampoco los nombres de los capitanes, ya que son todos Mohammeds o Hassans. Tampoco los precios, que varían de un día a otro dependiendo de la situación del mercado que viene dada por el número de llegadas a los principales hoteles.

A todo esto hay que añadir el hecho de que ningún Reïs habla nada que no sea árabe, y que cada palabra de la negociación debe ser filtrada, más o menos acertadamente, por un guía. Entonces, quizás, quien aún no haya experimentado los placeres de la búsqueda, se puede hacer una idea de la tarea tan cansada y desesperante que tiene ante sí el cazador de dahabiyas en El Cairo.

Así sucedía que, durante los primeros diez días más o menos, debíamos dedicar tres o cuatro horas de cada mañana al asunto del barco; al final de este tiempo no estábamos más cerca de llegar a una conclusión que al principio. Los barcos pequeños eran demasiado pequeños para ser seguros y confortables, especialmente en lo que los viajeros del Nilo llaman “gran viento”. Los medianos (sobre los que había cierta sospecha de que eran utilizados para cargar mercancías en el verano) eran en su mayoría de dudosa limpieza. Los más grandes, que eran los únicos que podían considerarse tenían entre seis y ocho camarotes, además de dos salones, y eran, por tanto, demasiado grandes para un grupo formado tan solo por L., la Autora y una sirvienta. Y todos ellos tenían un precio desorbitado. Atrapadas en estas dificultades; escuchando las opiniones de tal o cual persona; deliberando, regateando, comparando, dudando, vibrábamos diariamente entre Boulak y Cairo, llevando una vida penosa. Sin embargo, entretanto nos encontrábamos con conocidos, o hacíamos nuevas amistades; y siempre que no estábamos demasiado cansadas o descorazonadas, visitábamos los lugares de interés de El Cairo –lo cual ayudaba un poco a limar las asperezas de nuestra tarea.

Una de nuestras primeras excursiones fue, por supuesto, a las Pirámides, que se encuentran a una hora y media de camino en calesa desde la puerta del hotel. Salimos inmediatamente después de un almuerzo temprano, por buena carretera todo el rato, y regresamos a tiempo para la cena a las seis y media. Aunque debe quedar claro que no fuimos a ver las Pirámides. Solo fuimos a mirarlas. Más adelante (después de haber navegado Nilo arriba y regresado, y pasado por meses de aprendizaje) regresamos, no sólo con tiempo, sino con conocimiento práctico de las distintas fases que se sucedieron en las artes y la arquitectura egipcia desde aquellos lejanos tiempos de Khufu y Kefrén. Sólo entonces se podría decir que habíamos visto las Pirámides; y haríamos bien en aplazar cualquier descripción detallada de ellas o sus alrededores hasta que lleguemos a tal momento de nuestra peregrinación. De esta breve visita, será suficiente una breve reseña.

La primera imagen de las Pirámides que muchos viajeros tienen hoy en día es desde la ventanilla del tren cuando llegan de Alejandría; y no resulta impresionante. No deja sin respiración como, por ejemplo, la vista de los Alpes desde la línea de Neuchâtel, o el perfil de la Acrópolis de Atenas cuando uno la reconoce desde el mar. Las bien conocidas formas triangulares parecen pequeñas y sombrías, y son demasiado familiares para resultar sobrecogedoras. Y lo mismo sucede, creo yo, con la vista desde cualquier lugar lejano –esto es, desde todo lugar tan distante que resulte imposible la comparación con otros objetos. Solo al aproximarse y observar como crecen con cada metro de carretera, uno siente que no son tan familiares, después de todo.

Pero cuando al fin se llega al borde del desierto, se sube la pendiente de arena, y se alcanza la plataforma rocosa y la Gran Pirámide se eleva sobre nuestras cabezas dominando todo con su majestuosa masa, el efecto es tan repentino como abrumador. Oscurece el cielo y el horizonte. Oscurece a todas las otras pirámides. Oscurece todo, excepto el sentimiento de respeto y admiración.

Ahora, igualmente, nos damos cuenta de que a lo largo de los años nos hemos familiarizado con las formas de las Pirámides, y sólo con sus formas. Hasta ahora no albergábamos una idea clara acerca de su superficie, su color, y su número (por no decir nada de su tamaño). El estudio más cuidadoso de planos y medidas, las fotografías más claras, las descripciones más elaboradas, han contribuido poco o nada a hacer que conozcamos el lugar de antemano. Esta ondulada meseta de arena y roca, agujereada de tumbas abiertas y coronada por montones informes de escombros no se parece en nada al desierto de nuestros sueños. Las pirámides de Khufu y Kefrén son mayores de lo que habíamos esperado; la de Micerinos es más pequeña. Igualmente, aquí hay nueve pirámides, en lugar de tres. Todas ellas están reflejadas en los mapas y en las guías; pero, de alguna manera, uno no está preparado para encontrarlas allí, y no puede evitar mirarlas como intrusas. Estas seis pirámides extra son pequeñas y están muy deterioradas. De hecho, una no es más que un montón de piedras.

Incluso la Gran Pirámide nos confunde con un inesperado sentimiento de estar ante algo sin igual. Todos sabemos, y hemos aprendido desde la infancia, que hace unos quinientos años fue despojada de los bloques exteriores para construir las mezquitas y los palacios árabes; y, sin embargo, la rugosidad pétrea de esta gigantesca escalera nos coge por sorpresa. Tampoco tiene la apariencia de algo que está parcialmente en ruinas. Parece haber quedado inacabada, y que los trabajadores volverán mañana por la mañana.

El color es otra sorpresa. Pocas personas pueden de antemano ser conscientes del rico color tostado que adquiere la caliza egipcia tras años de exposición al resplandor del cielo egipcio. Si les da la luz de una determinada manera, las pirámides parecen de oro.

Al no disponer más que de una hora y cuarenta y cinco minutos para estar allí, en esta primera ocasión, rechazamos de plano que se nos enseñara nada, que se nos dijera nada o que se nos llevara a ninguna parte –exceptuando, claro está, unos pocos minutos al borde del hueco arenoso en el que se asienta la Esfinge. Deseábamos dedicarle sólo a la Gran Pirámide toda nuestra atención y el corto tiempo del que disponíamos. Hacernos una ligera idea del aspecto exterior y del tamaño de esta enorme estructura, -estabilizar nuestras mentes con algo parecido a un entendimiento de su antigüedad,- era suficiente, y más que suficiente para una visita tan corta.

No resulta una tarea fácil llegar a comprender, aunque sea de modo imperfecto, lo que suponen seis o siete mil años; y la Gran Pirámide, a la que se le supone una edad de cuatro mil doscientos y pico de años en el momento del nacimiento de Jesucristo, está ahora en su séptimo milenio. Allí de pie, cerca de su base; tocándola, midiendo su tamaño a juzgar por los bloques inferiores; mirando hacia arriba y viendo todas las hiladas de esta vasta muralla, rugosa e inclinada, que se eleva como una cima alpina y parece tocar el cielo, la Autora de pronto tomó conciencia de que, hasta ese momento, jamás había pensado en estas fechas remotas más que como simples números abstractos. Ahora, por primera vez, aparecían como algo concreto, definido, real. Ya no eran cifras, sino años, con sus cambios de estación, su crecida del Nilo, su tiempo de siembra y sus cosechas. La concienciación de ese momento quizás jamás se desvanezca. Era como si la hubieran secuestrado por un instante llevándola a una enorme altura desde la cual pudiera ver los planos del Tiempo, y hubiera visto los mapas de los siglos bajo sus pies. Es más fácil apreciar el tamaño de la Gran Pirámide que comprender su antigüedad. Nadie que haya caminado a lo largo de uno de sus lados, trepado hasta la cima, y aprendido las dimensiones de Murray, dejaría de formarse una idea, tolerablemente clara, de su masa. Las medidas que Murray nos da son las siguientes –largo de cada lado, 732 pies; altura perpendicular, 480 pies y 9 pulgadas; área 535,824 pies cuadrados[1]. Es decir, tiene 115 pies 9 pulgadas más que la cruz de la cúpula de St. Paul, y alrededor de 20 pies menos que el monte Box, en Surrey; y si se transportara a Londres, cubriría algo más de la superficie total del parque Lincoln’s Inn. Estos son suficientes datos, y suficientemente inteligibles; pero, como muchos cálculos de este tipo, más que hacer justicia a la dignidad del objeto, lo disminuyen.

Más impresionante que todas las cifras y más sorprendente que cualquier comparación, resultó la sombra que proyecta la Gran Pirámide al ponerse el sol. Esta poderosa Sombra, nítida y puntiaguda, se extendía cruzando la plataforma pedregosa del desierto y sobre unos tres cuartos de milla de la llanura verde, allá abajo. Dividía la luz del sol donde caía, exactamente igual que su gran original la dividía en el aire; y oscurecía el espacio cubierto, como un eclipse. No se deja de sentir un escalofrío provocado por algo parecido al temor, cuando uno recuerda cómo esta misma Sombra había sido testigo, no sólo de la altura del más fantástico gnomon jamás creado por el hombre, sino del lento discurrir, día a día, de más de sesenta siglos de la historia del mundo.

Aún se alargaba sobre el paisaje cuando descendimos la pendiente arenosa para tomar el carruaje. Seis u ocho árabes de vestiduras flotantes corrieron a decirnos el último adiós. El que hubiéramos viajado desde El Cairo tan sólo para sentarnos tranquilamente a mirar la Gran Pirámide les tenía sinceramente sorprendidos. Con la energía y disposición que los modernos viajeros muestran, podríamos haber subido a la cumbre, visto el templo de la Esfinge, y haber hecho dos o tres de las principales tumbas del lugar en este tiempo.

-¡Ustedes vuelven otra vez!- decían –Buen árabe enseña todo. ¡No visto nada ahora!

Así, prometiendo regresar aquí con más tiempo, nos alejamos; satisfechas, sin embargo, del modo en el que habíamos empleado nuestro tiempo.

Los beduinos de las pirámides han sido ampliamente criticados por los viajeros y por los libros-guía, pero nosotras no encontramos razón alguna para quejarnos de ellos ni ahora ni más adelante. Ni se agolparon alrededor nuestro, ni nos siguieron, ni nos importunaron en modo alguno. Son de naturaleza alegre y muy habladores; aunque los pobres quedaron como mudos cuando comprendieron que nosotras deseábamos silencio. Y se dieron por satisfechos con una moderada bakhshish , o propina, en el momento de la partida.

Como colofón a esta excursión, creo que al día siguiente fuimos a ver la mezquita del Sultán Hassán, que es una de esas estructuras medievales que dicen haberse construido con los bloques de recubrimiento de la Gran Pirámide.


[1] Tras la primera edición de este libro, la publicación de los trabajos de W.M. Flinders Petrie, bajo el título Las Pirámides y los Templos de Gizeh han puesto por primera vez a disposición de los estudiantes una descripción de la Gran Pirámide totalmente precisa y científica. Calculando desde los cuatro ángulos, y desde el nivel real del pavimento, Mr. Petrie afirma que el cuadrado original de la base de la estructura tenía estas dimensiones, en pulgadas:

Longitud Diferencia con el Promedio Azimuth Diferencia con el Promedio
N 9069.4 + .6 – 3’20» + 23″
E 9067.7 – 1.1 – 3’57» – 14″
S 9069.5 + .7 – 3’41» + 2″
W 9068.6 – .2 – 3’54» – 11″
Promedio 9068.8 .65 – 3’43» 12″

Tras sopesar todos los datos, tales como el grosor de los tres bloques de recubrimiento, aún in situ , y el supuesto espesor de los que previamente cubrían las hiladas superiores, y desde la observación del ángulo medio de la pirámide, Mr. Petrie da una altura de la base al vértice de 5776.0 +/- 7.0 pulgadas. Ver Las Pirámides y los Templos de Gizeh , Cap.VI, pp. 37 a 43. (Nota a la segunda Edición).

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