Quién está en el misterio
Por Jorge Roberto Ogdon
Creación: 5 mayo, 2002
Modificación: 21 abril, 2020
Visitas: 5.099

Volvió cargando el papelerío y se sentó a una mesa con su taza de café «cargado». Agarró el libro, miró su tapa, lo hojeó superficialmente, leyó los comentarios de la contratapa. «Me lo imaginaba, una de terror». Otra revisión le llevó a la conclusión de que si había algo en ese libro, tenía que estar en su texto, porque no había papelitos sueltos ni escritos a mano de ninguna especie, a pesar de que, por su aspecto y condiciones, parecía tener mil años. Lo que le llamó la atención fueron las ilustraciones de las láminas: diseños incoherentes, escrituras que predecían su antigüedad impensable, figuras repulsivas y grotescas de seres fantásticos que superaban, con mucho, a las gárgolas de Notre Dame de París – que conocía por fotos en revistas de turismo que hojeaba en los consultorios de los médicos -; en fin, un galimatías de espantos que inmediatamente le llevaron a asociar el contenido con lo satánico o lo demoníaco. ¿Un culto satanista? No sería raro en estos lugares, donde la religiosidad, especialmente católica, está muy arraigada y mezclada con las arcaicas creencias guaraníticas. «Si están los ‘Cristo Salva’, también estarán los ‘Satán Libera’» – pensó para sí.

Dejó el libro a un lado y se enfrascó en la lectura de los manuscritos de Godard, que sin duda serían mucho más conducentes que un «cuentito». Y decían así:

En la apretada manuscrita de ciertos códices medioevales centroeuropeos, se ha conservado un cúmulo de narraciones, no siempre bien intencionadas, sobre los Perros de Tíndalos, esas temibles y huesudas cabalgaduras de las «buenas damas», las brujas, las hechiceras de la Tragedia Griega, todas ellas representadas por las célebres Medea, Circe, Erichto. De todas ellas se ha dicho mucho, y hasta bastante, pero poco y nada se ha dicho de sus apegados compañeros, de esos mastines inconcebibles que, con sus desgarradores aullidos, invocaban a su Ama, la Dama de la Noche: Hécate, Selene, Diana; la Gran Maga, la de los Mil Nombres. Shub-Niggurath, la Cabra de las Mil Ubres que alimenta a sus demonios.

A la literatura clásica debemos el recuerdo de aquellos ritos criminales donde abundaban la mutilación horrenda de los cadáveres para fabricar filecterias; la insuflación de un «virus lunar» a un muerto, para revivirlo momentáneamente; la necromancia y la necrofilia: «cada personaje tiene su escenario y cada acto su narrador adecuado en la tradición greco-latina», como afirmó J. Caro Baroja, pero un manto de silencio inescrutable se extiende sobre los lomos de los Perros de Tíndalos y otras criaturas semejantes de otras tradiciones y regiones del orbe.

La escasez documental sobre sus cualidades y características es de lamentar, pero su importancia básica en los «ritos de encrucijada» y en la preparación de fortísimos brebajes de amor erótico, surge de relatos que nos muestran, como ingrediente imprescindible para el último, a los huesos arrebatados de la boca de una «perra hambrienta». ¿Podríamos ver en ella a uno de los Perros de Tíndalos, tan hábilmente expuesto, pero, al mismo tiempo, oculto, en los texto clásicos? Por lo que sabemos de esas borrosas personalidades caninas, estaban emparentados con el Can Cerbero, custodio intransigente del Río de la Muerte por el que se llegaba al Averno, al infierno. ¿Serían realmente de la misma raza? ¿Sería el propio Can Cerbero uno de los Perros de Tíndalos? Porque ellos también cumplían el papel de guardianes, de custodios de ciertos «umbrales» que interconectan los diferentes mundos de la Realidad única; ellos se desplazan sin Tiempo ni Espacio por «ángulos» cósmicos inimaginables para el Ser Humano. Es indudable, luego de mis indagaciones, que los Perros de Tíndalos son los mismos entes llamados «La Raza de Fenrer» en las leyendas escandinavas…

El inspector levantó la vista del texto, abrumado por el contenido. Pidió que le trajeran más café y una copa de caña «Aristócrata», el whisky paraguayo. No tenía otra opción que seguir leyendo:

… en las leyendas escandinavas, donde la imagen de la «vieja bruja» sirve para presentar a Angerboda, la «Madre de los Lobos», lobos que no pueden ser sino los Perros de Tíndalos, que amenazaban con devorar al sol:

Al este de Midgard, en la Selva de Hierro,

Estaba sentada la vieja bruja.

Ella alimentaba a la Raza Terrible de Fenrer

Pero las descarnadas figuras de estos espeluznantes seres se encuentran ya en tradiciones medioorientales antiquísimas, como las del país del majestuoso Nilo, la tierra de los Faraones, las pirámides y los Misterios. Egipto, cuna de la Magia, nos ha provisto, desde sus orígenes, con la acabada presencia del Mastín de la Muerte: Anubis, el dios cánido que embalsamaba a los difuntos.

Baltasar se estaba mareando de tanta historia y tanto nombre raro, pero debía leer hasta el final:

Anubis, el dios cánido que em-bbal-ssa-ma a los difuntos. Su esbelta y flaca silueta nos recoge obligatoriamente en el silencio respetuoso que debemos al «Guardián del Umbral», a aquel que nos conduce por los senderos del Inframundo como el perro guía acompaña fielmente al ciego. ¿Era Anubis uno de los Perros de Tíndalos? Porque Él también ha sido mencionado, en los textos mortuorios egipcios, como una entidad terrible y temible, así como un ser sobrenatural de rasgos extraordinarios. Por algo era «Aquel Quien Está en el Misterio».

No olvidemos que Anubis compartía el honor escatológico de presenciar la «Psicostasia» o «Pesaje del Corazón-Consciencia», en la «Sala de la Doble Armonía» que presidía el momiforme Osiris, el rey y juez de los desencarnados. Que alguna relación guardaba con el cielo estrellado, las constelaciones y la Noche, nos lo recuerda el cielorraso astronómico del templo funerario de Ramsés II el Grande, el mítico Ramesseum de Tebas, en donde la imagen desdoblada de Anubis es llamada, alternativamente, «Rerej, el Viejo» y «Rerej, el Niño». Este documento antiquísimo nos habla, pues, de la inmortalidad de los Perros de Tíndalos, sumándose a otras indicaciones sobre su natural eternidad. Nada más atemporal que aquellos que deambulan fuera del Tiempo. Este rasgo de su sombría esencia le permitía a Anubis intervenir en los actos de adivinación, como el ser invocado por el oficiante para servirle de guía en el Más Allá, y los «rituales de lámpara» del Papiro Mágico de Leyden-Londres son suficiente evidencia al respecto. Notemos aquí que lo primero que percibe el joven médium que asiste al maestro mago, es «la sombra de la divinidad». Y, ¿qué duda puede caber sobre la identidad de este dios, después de leer el Dicho 125 del Papiro de Any:

Y entré en el lugar de las cosas secretas y ocultas,

Y conversé con el dios…

Los sagrados gobernantes de los Pílonos están bajo su forma

De «Los Brillantes».

Pero Anubis les habló con la palabra del Hombre,

Cuando llegó a la Tierra de la Inundación, diciendo:

«Él conoce nuestros senderos y nuestras ciudades.

Yo me tranquilicé porque su olor

Es para mí como el olor de uno de vosotros.

Este impresionante texto nos muestra que Anubis pertenece a una «raza» de seres «brillantes», que custodian «umbrales», y que tienen rasgos caninos, ya que para reconocerse se olfatean como los perros. Sus congéneres no pueden ser sino como Él mismo: canes ominosos que acompañan «a los que están en el Tribunal divino». Su estructura social en «jaurías» está marcada expresamente en el Dicho 24 del mismo papiro:

Hete aquí que recibiré el Encantamiento,

De donde quiera que esté y de quienquiera con quien esté,

Más veloz que la jauría y más fugaz que una sombra.

Si no nos equivocamos – y no lo creemos, porque hemos experimentado con estas fórmulas antiguas – este innombrado «encantamiento» era muy similar, al menos en objetivo, a los atribuidos a Circe, en su capacidad de transformadora de los hombres en bestias (La Odisea: 210-570): estos no sólo podían convertirse en «cerdos», sino también en «leones y lobos». Virgilio (La Eneida: VII, 19-20) alude a las hierbas que administraba esa gran hechicera para lograr tales transmutaciones anómalas. A través de aquel encantamiento egipcio que citamos, «quienes están en el Abismo son transformados en lobos, quienes están entre los gobernantes divinos son convertidos en hienas». Poderoso hechizo de metamorfosis e irrefutable prueba de la existencia de la Licantropía en el Antiguo Egipto.

Baltasar detuvo la lectura. ¿Godard había experimentado con estos abracadabras egipcios? ¿Era a este juego de esquizofrénicos que se dedicaba desde hacía años? No podía terminar de digerirlo. Creía que, después de casi cinco años de residencia vigilada, era poco lo que podía ignorar sobre el francés. Sabía que andaba investigando las costumbres y creencias de unos pocos indios guaraníes del Chaco, hacia la frontera boliviana. Pero aparte de pasar el tiempo con ellos y participando de sus… Participando. Era la palabra esencial: todo el tiempo estuvo «experimentando» con este asunto delante de sus narices, y él, como bueno para nada que era, ni se había dado cuenta. ¡Maldición! Pero, ¿qué tenían que ver esos brujos nativos con Anubis, el Egipto antiguo y todo eso? O, como recién empezaba a comprenderlo, en realidad el asunto giraba en torno a esos elusivos Perros de Tíndalos, que aparecían disfrazados con mil nombres y formas por toda la superficie de la tierra. Estos Perros de los que hablaba Godard se le aparecieron en toda su realidad: desde hace miles de años han acompañado al hombre; seguramente, ya existían antes que él. ¿Era posible que Godard hubiera encontrado un culto vivo, un superviviente de rituales que no tenían que ver con ninguna religión conocida? Se reconcentró en los papeles, nuevamente:

Y ahora, todos estos seres, ¿no serán los Perros de Tíndalos? Porque estos mastines divinos del país de los reyes-dioses eran «guías», traían los hechizos licantrópicos, semejaban sombras y deambulaban por la Noche o el Otro Mundo, olfateando, como los Perros de Tíndalos. Si bien nadie acostumbra prestar oídos a las experiencias personales de los demás, déjenme recordarles, estimados lectores, que es la base de todo el Conocimiento. Por eso, cuando se nos dice que «Los Perros de Tíndalos» son sólo una muestra de la imaginación literaria de Frank Belknap Long, debemos apelar a nuestro más exigente y extremo escepticismo y rechazar de plano tal posibilidad. Porque esos Perros, tienen una existencia real y podemos demostrarlo….

Aquí terminaba el manuscrito, con la última letra descendiendo como un surco de sangre negra hacia el ángulo inferior derecho de la hoja, algo arrugada y manchada de sangre. El inspector tembló ligeramente bajo un chucho de frío. Estaba pensando en el manuscrito. Le pareció claro que Godard había dado con algo importante, pero no por el lado que un policía podría imaginar. No, él se había topado con algo peor que el mayor crimen o que la más tenebrosa pesadilla. Se había enfrentado cara a cara con el «Guardián del Umbral». Ya no tenía duda alguna de que lo sobrenatural jugaba un papel preponderante. Este loco se había metido a husmear en las locuras primitivas de esos salvajes, y a estos no les gustó algo de él, o lo que fuera, y decidieron matarlo.

Llamó al mozo mientras arrojaba unos arrugados billetes violáceos sobre la mesa, levantándose para marcharse. Era hora de volver a la casa de Godard. La ambulancia y los de la secreta no habían aparecido aún. Echó una mirada rabiosa a cada lado de la vía pavimentada, maldiciendo la ineptitud de esa gente. Subió a su coche y partió, otra vez, por la conocida ruta hacia el infierno.

>~<

Decidió esperar afuera. No quería volver a enfrentarse con el cadáver de Godard y ni que decir con la gelatina latente. Cuando se apeó del automóvil lo hizo arma en mano y amartillada; se había asegurado de cambiar el cargador por uno de veintidós disparos. Era la munición «especial»: balas dum-dum con cruz roseta en la punta, para abrirse en el interior del cuerpo impactado. Nada bonito de ver, el orificio de salida, podía parecerse a una carnicería. Le quedaban dos o tres cigarillos. Prendió uno y, por primera vez desde su regreso, miró el cielo, y vio un incierto panorama entre despejado y nublado. Algunas estrellas estaban titilando con brillo fantasmagórico. Le hizo recordar algo que le había dicho Godard alguna vez, entre copa y copa: que los egipcios antiguos creían que cada vez que un hombre moría, nacía una estrella en el cielo. Godard se definía como un «técnico del Ocultismo», una persona que anhelaba conocer los «misterios» del Otro Mundo; seguramente, ahora conocería todos los misterios que le desvelaban.

Se impacientaba por la tardanza de la ambulancia y los hombres de la secreta. Pensar en lo que había visto y especulado le daba pánico. Nunca antes había estado tan cerca de lo inexpresable. Un chasquido, como de rama rota al ser pisada, le sobresaltó completamente. Con un giro brusco volteó hacia donde creía haber escuchado el ruido. Su mano temblaba y casi aprieta el gatillo, como un vulgar e inexperto aprendiz. Se quedó tieso como una estatua. El rumor creciente de unos truenos en el horizonte aumentó su desazón. Echó un ojeada aguda al entorno, pero la jungla esmeralda permanecía silenciosa. La falta de sonidos nocturnos le llamó la atención. El silencio era tumbal. Unos relámpagos tempestuosos cruzaron el firmamento, iluminando la tierra con su fulgor resplandeciente, dejándolo con el aliento en la garganta. El pánico se revolvía en sus entrañas y los pensamientos se agolpaban en su mente.

¡Otro chasquido! Allí, a su izquierda. El de antes había sido a la derecha; no, enfrente suyo. ¡Maldita sea! ¿¡Porqué no están aquí? ¡¿Porqué, malditos, porqué?! Ha vuelto. Sí, esa cosa está aquí. En alguna parte. Acecha. Acecha desde su umbral extraterrestre. Babea… ¡eso es! ¡La gelatina azul! ¡Oh, Dios mío! ¿Qué ser, qué animal, qué maldito monstruo tiene baba azul? ¿En qué me metiste, Godard? Debo irme, debo irme de aquí. Ya, ya, ya…

El inspector comenzó a retroceder lentamente hacia su vehículo, apuntando con su arma en todas direcciones, sin quitar la vista de la mira y lo que tuviera delante. Cuando el verde fulgurante de la selva dio paso a la gigantesca sombra rugiente que se le venía encima, Baltasar gritó con toda la fuerza de sus pulmones y jaló del gatillo cuantas veces pudo, antes de que todo el peso de la Bestia cayera sobre su cuerpo y lo echara de espaldas sobre el suelo. Cayó gritando desesperadamente y disparando al bulto, hasta que el último click que indicaba que se le habían acabado las balas, coincidió con el aaáchhh… trashhhhhh del mordisco fatal y el quiebre de los huesos de su columna vertebral.

Los ojos de Baltasar, vacíos y vidriosos, se quedaron mirando fijamente una nueva estrella que nacía en el cielo circumpolar del Norte.


[*] Especial para «Amigos de la Egiptología». © 1992, 2001. Jorge R. Ogdon
Queda hecho el depósito que marca la Ley N° 11.723 de Propiedad Intelectual.
Es propiedad.

[**] Frank B. Long, The Hounds of Tindalos (Sauk City, Wisconsin: Arkham House Publ., 1946). Existe una esmerada traducción al español de Rafael Llopis en H. P. Lovecraft et al., Los Mitos de Cthulhu. Narraciones de Horror Cósmico³ (Madrid: Alianza Ed., 1975), pp. 173-88.

Páginas: 1 2

Whatsapp
Telegram