Quién está en el misterio
Por Jorge Roberto Ogdon
Creación: 5 mayo, 2002
Modificación: 21 abril, 2020
Visitas: 5.095

Un homenaje a Frank Belknap Long

En sus cuerpos flacos y famélicos se concentra todo el Mal del Universo
Frank B. Long, «Los Perros de Tíndalos» [**]

El auto derrapaba por momentos sobre la húmeda carretera provincial, bajo una molesta y fina llovizna. A lo lejos, pesados nubarrones grises y oscuros parecían correrle una carrera que, obviamente, ganarían. Mejor, la tormenta se alejaba aunque él se acercara velozmente en pos de ella. Sentado al volante, las dos manos sobre él, un cigarrillo medio consumido colgando de las comisuras de los labios, el inspector Baltasar estaba bastante ofuscado por este viaje inesperado pero inevitable. No podía dejar de responder al llamado de su entrañable amigo, el periodista Godard. Éste le había escrito, hacía menos de una semana, una carta bastante alarmante y le había enviado un libro. Cuando pensó en este último, hecho una ojeada rápida a su portada y desvió la mirada. El anodino opúsculo yacía sobre el asiento del acompañante, todavía medio envuelto por el papel madera en el que su amigo lo había empaquetado. No le gustaba la tapa, ni el título, y mucho menos el tema: escrito por un tal Frank no-se-qué Longer o Long, no se había detenido mucho a memorizarlo; se llamaba «Los Perros de Tíndalos», y parecía ser una obra de ciencia-ficción o un folletín de horror. Al menos, la tapa le hacía recordar aquellas de esos pulp-fiction baratos con los que los yankis invadieron los quioscos de diarios desde los ’40. Él no gustaba de la fantasía literaria y Godard lo sabía. Al principio, no entendió bien porqué se lo había enviado, sabiendo eso; pero la carta era reveladora. En ella, el franchute le urgía a que lo leyera para saber en qué se había visto envuelto, pero su solicitud de que corriera a su lado sin demora fue mucho más motivadora. Y allí estaba ahora, corriendo a lo loco por una ruta resbaladiza, en medio de la jungla paraguaya, hacia el pueblo, a unos kilómetros al sudeste de Asunción, en el distrito de Caazapá, en donde residía su amigo.

Doblando un recodo del camino, alcanzó a ver las primeras luces del poblado; primero la clásica gasolinera sobre la ruta, con el parador para los ómnibus de media y larga distancia; luego, las primeras casas y comercios. No había mucha gente a la vista, y se justificaba por la lluvia torrencial que había caído no hacía unos minutos y que, todavía, se dejaba sentir como una garúa alocada bajo las ráfagas del viento arremolinado. Baltasar guió su automóvil con precaución, porque el asfalto estaba cubierto de barro rojizo, del color de la «tierra colorada» que caracteriza a la región que antiguamente dominaron los guaraníes. La casa de Godard estaba pasando el final del villorrio, porque a él le gustaba la tranquilidad y no le agradaba mucho el contacto con la gente. Su tarea de periodista free-lance del periódico Chronique de l’Étranger de Lyon, en su país de origen, le había traído problemas con la ley y con la delincuencia, y había recalado en Paraguay después de pasar por Egipto, el Sinaí y la Arabia peninsular, en un periplo de lo más extraño: los artículos arqueológicos que escribió en ese período de su vida tenían el sabor de lo morboso y de la adulación de la Muerte. Largas notas acerca de profundas y tenebrosas catacumbas en las planicies desérticas de Egipto y los horrores momificados que allí reposan; sobre objetos de uso inimaginable que se guardan (y bien guardados) en los depósitos añosos del Museo Egipcio del Cairo (y otros museos egipcios, menos conocidos y promocionados), que ningún turista verá jamás y de los que muy pocos especialistas siquiera conocen su existencia. Uno que me impresionó fue el de aquel caso, acallado presurosa y prolijamente por el Ministerio de Asuntos Exteriores de Francia, del hallazgo de un cementerio de gigantes, cuando el salvataje de los monumentos de Nubia por la Unesco, en los años ’60. Según Godard, ¡los esqueletos tenían más de 3 metros de altura! Y, como si tal cosa fuera poca, que junto a esos restos, obviamente inhumanos, se hallaron objetos de metales desconocidos hasta hoy en la tierra.

Baltasar vio que faltaba poco para llegar a destino y volvió a enterrarse en sus recuerdos. Sí, a Godard lo había conocido cuando llegó a Paraguay. Él nunca había salido de su país, y menos para ir a esos lugares tan lejanos y exóticos. Nunca había sentido una atracción especial por lo antiguo o la historia. Es más, bastante poco le interesaba otra cosa que no fuera su trabajo de policía, el whisky y las mujeres. Y fue por esa razón que conoció al francés. Fue a él a quien le encargaron «darle la bienvenida» en Aeropuerto Stroessner, en el otoño de 1978. No fue un día como este; no, había un sol que rajaba la tierra y un calor húmedo y veraniego que se obstinaba en permanecer en el ambiente, haciendo caso omiso al cambio de estaciones que marcaba el almanaque humano. El legajo que le dio la jefatura de la policía secreta, dirigida por el Coronel Leguizamón Pastora, era bastante claro en cuanto a que se le debía echar un ojo encima al misterioso personaje que Francia nos «regalaba» presentándolo como un prestigioso explorador, investigador y periodista de un no menos afamado journal muy à la mode en la rutilante París. ¿Y saben qué? Los únicos ejemplares que consiguió de ese diario fueron los que le procuró el señor embajador, Maurice Blanchard.

Baltasar vio que ya estaba llegando a la bifurcación que le llevaría directo a la casa de Godard. La oscuridad del atardecer parecía la de la noche misma debido a que los nubarrones no continuaron su camino, sino que se detuvieron como por mandato divino, quedando a la expectativa de una nueva descarga pluvial. El inspector se resignó y rogó a Dios que no fuera a llover torrencialmente de nuevo, al menos no hasta que llegara a la seguridad de un techo. Para la casa había todavía que recorrer un kilómetro y medio. Sí, este Godard era todo un personaje. Cuando notó cuántas cosas raras rodeaban los años recientes del periodista, decidió su propia estrategia. Obviamente, este tipo ya había sido investigado y seguido por los mejores sabuesos del mundo, pero ninguna policía ni organismo de inteligencia había abierto sus archivos sobre él. Eso fue otra cosa llamativa: ninguna colaboración; sólo información común y esa farsa del «erudito». Y la estrategia terminó convirtiéndose en amistad; no había actuado como el típico «patotero» de un país tiranizado, sino como un «cicerone», un verdadero «guía turístico» impuesto por la urgencia que tenía el gobierno que le recibía de «cuidarle y protegerle». Por supuesto, Godard se negó, diplomática pero enérgicamente a esta custodia obligada, pero por algo lo habían elegido a él, porque era el más «entrador», el más «simpático», y, en opinión de su superior inmediato, «el único que está al pedo y tiene tiempo para estas boludeces de la secreta, yeraá («compañero, amigo»)».

La casa de Godard estaba a oscuras, excepto por una luz que brillaba en su estudio. La silueta del viejo caserón colonial se recortaba, negra, contra el cielo color petróleo. Baltasar llevó el auto hasta aparcar casi sobre la galería que daba al frente. Paró el motor y se quedó un momento en silencio. Solamente oía el rumor del viento alocado entre la masiva vegetación que rodeaba la casona y el golpeteo infatigable de la garúa sobre su vehículo. A lo lejos, escuchó el rumor de un camión que pasaba por alguna parte, hasta perderse en la lejanía. Allá, entre la maraña verde, titilaba una luz pequeña, quizás de algún refugio de herramientas.

El inspector abrió la portezuela y se apeó con sigilo. Su instinto policíaco se despertó no bien puso el pie en el suelo. Mirando recelosamente para todos lados, se acercó a la puerta y golpeó con los nudillos. Del interior no surgió el menor ruido. Volvió a hacerlo con mayor vigor, pero el resultado fue el mismo. Llevó la mano derecha a la sobaquera y extrajo su Glock 9 mm. La amartilló y, tomando impulso, pateó fuertemente la lámina de madera, una, dos veces, hasta que cedió, haciendo saltar la cerradura. Entró con el arma apuntando delante suyo, girando para verlo todo de una sola vez. Todo estaba a oscuras y parecía no haber nadie en el recibidor o la sala. Abrió a manotazos la puerta del baño social: nadie. Con andar precavido, se dirigió, pispeando aquí y allá, hacia el estudio, por debajo de cuya puerta asomaba un haz de luz. Se apoyó con cuidado contra el marco y empujó la hoja de la puerta hacia adentro, lentamente. Lo que vio no se lo podría haber esperado jamás.

>~<

No pudo contener las arcadas y el vómito surgió como un chorro ácido que cayó sobre el piso alfombrado del estudio. Se apoyó como pudo contra la pared, se desplomó de rodillas, entre convulsiones de asco e incredulidad. Miró y dejó de hacerlo veinte veces en diez segundos. No podía creer lo que sus ojos contemplaban. Godard estaba sentado ante su gran escritorio de cedro marrón oscuro, en su sillón favorito, con los brazos apoyados sobre los laterales del mismo, y echado completamente hacia atrás, como si hubiera estado lo más tranquilo charlando con alguien o pensando algo para escribirlo luego. De hecho, sobre el escritorio, había una pila de papeles manuscritos salpicados por la sangre de su autor. Pero su cuello estaba cercenado, como si se lo hubieran cortado con un gran serrucho desafilado o algo lleno de agudos dientes, y su cabeza estaba completamente echada hacia atrás, apoyada en y sostenida por el respaldo del sillón. Parecía estar contemplando el techo con la mirada vidriosa y vacía mirando un punto fijo de la Nada.

Baltasar se repuso del shock inicial y se puso en pie. Con la manga del impermeable se limpió la boca y guardó su arma en la funda. Sacudió ligeramente su cabeza por un par de veces, y, con un suspiro y una imprecación en guaraní, volteó hacia su amigo muerto y se puso a revisar el lugar. La puerta corrediza que daba a la galería posterior estaba abierta. Se dirigió hasta allí y echó un vistazo rápido a los fondos, que se perdían en la negritud verdosa de la selva tropical. Volvió adentro y observó el estado espantoso en que estaba el cadáver, asombrándose de que, a pesar de tamaño desgarro, no hubiera casi sangre sobre el cuerpo o alrededor suyo. Apenas gotas de mayor o menor tamaño dispersas allí y acullá; pero no los seis litros de una persona normal. El color albino de la piel también le resultó extraño: Godard siempre lucía un envidiable bronceado caribeño. Era como si toda su sangre se la hubieran extraído. Pero eso de los vampiros y bichos que chupan la sangre de las personas son tan sólo consejas de viejos campesino ignorantes. No existe eso, karaí («diablo»).

Su vista se dirigió al piso alrededor del sillón. Aparte del concebido reguero sanguíneo, no percibió nada más. Dio la vuelta al escritorio y allí, al frente, como si ocupara el sitio del desconocido interlocutor de su malhadado amigo, vio un charco gelatinoso de color azul pálido, repugnante en su brillo bajo la luz de la lámpara. Permaneció enmudecido, con la mirada fija en esa gelatina que todavía parecía palpitar con vida propia; miró hacia la puerta corrediza, abierta, que daba al fondo, atenazado por el terror pánico; algo cruzó por su mente y se abalanzó sobre el escritorio, empuñó la pila de papeles y salió huyendo de la habitación a toda prisa. Salió tan raudo del cuarto que fue a golpear con la pared del pasillo, y rebotando de muro en muro, corriendo enardecido por el miedo, ganó la puerta principal, descendió casi en el aire por los escalones de vetusto mármol gastado y tropezó, cayendo de bruces sobre el sendero enlodado, bajo la llovizna, que había recrudecido. Se levantó y siguió su carrera, resbalando varias veces, hasta que alcanzó la manija de la portezuela del auto. No quiso mirar atrás. Una sola idea machacaba su cabeza: salvar la vida.
La llave del coche parecía de jabón: se le escapó de las manos como cuatro veces, hasta que logró ponerla y, girando la cabeza con los ojos inyectados de temor enloquecedor, arrancó, a la voz de «Vamos, vamos», y huyó como alma que lleva el Diablo. El vehículo se zarandeaba de lo lindo mientras recorría el camino secundario que le llevaría a la ruta de Caazapá. Miró por sobre su hombro y en el espejo retrovisor varias veces hacia atrás, pero sólo alcanzó a notar, allá entre la jungla, la luz titilante del refugio de herramientas, que parecía seguirlo como el temible ojo de una fiera depredadora. Ya más tranquilo, Baltasar no dejaba de recordar la gelatina azul que pulsaba en el suelo. ¿Qué era eso? No había visto nada similar en toda su vida. Al principio especuló en un «agua viva», pero esos bichos asquerosos vivían en el agua. No, ningún bicho de ese tipo, se dijo. ¿Y ese color? Mi Dios, estaba vivo.

Abrió la guantera y tomó la botella de «Ballantine’s» que siempre guardaba para estos casos de emergencia, la destapó y se bebió un largo trago, sin dejar de mirar de reojo el camino y los espejos. Aquella pequeña luz seguía, a lo lejos, espiándole; o, al menos, eso le pareció. Se volteó bruscamente y clavó la mirada en ella, sin largar el acelerador. No, eran los nervios. Siguió hasta llegar a la carretera asfaltada y enfiló hacia la villa. Llegando a la gasolinera se detuvo. Fue hasta el parador y pidió el teléfono, exhibiendo su credencial. Llamó al hospital de Abaí, y pidió una ambulancia; luego, se comunicó con su contacto de la secreta, y, después, con su superior inmediato en la delegación policial. Le dijeron que esperara en «el escenario del crimen», que volviera y esperara en ese lugar. No quisieron entender razones: «¿De qué carajo me habla, Baltasar? ¿Gelatinas que laten como corazones? ¿No se golpeó la cabeza, m’hijo? Haga lo que se le ordena ¡y déjese de macanas!». Cuando terminó con tan alentadoras charlas, echó un vistazo al interior del bar y decidió sentarse a tomar un litro de café fuerte. Fue hasta el auto. Los papeles de Godard quizás contuvieran alguna clave para resolver su asesinato. ¡No quedaría impune la bestia que había hecho eso! El libro, se dijo, también debía tener algo que le orientase. «Los Perros de Tíndalos». Si hasta sonaba a nombre de banda de narcotraficantes de la Triple Frontera.

¿Y porqué no? Ya había «trabajado» con esos malditos y conocía muy bien el tratamiento que le daban a quienes se atrevían a enfrentarlos, indagarlos o traicionarlos. Sí, podía ser que por ahí anduviera el asunto: Godard estaría metiendo las narices donde no debía, como siempre, y estos tipos rudos le dieron más que una lección; le tomaron el «examen final».

Páginas: 1 2

Whatsapp
Telegram