Crónica de la intrépida reunión de (unos pocos) Amigos de la Egiptología habida en la nobilísima ciudad de Pamplona, de la cual nos cuenta Estrabón que fue fundada por Pompeyo el Grande allá por el año LXXIV antes de nuestra era. Del lugar, de sus gentes y costumbres, entre ellas la del buen yantar, y de los curiosos prodigios que allí acontecieron
¡Sí, es San Fermín. Por los despistaos.
Que se me olvidaba.
También se trae noticia de la espléndida colección de piezas egipcias que fueron patrimonio de la familia Matthews-Beyens, porque es cosa de grande importancia y gozoso disfrute
Entrada a la Biblioteca de la Universidad de Navarra, sede de la exposición comisariada por nuestra compañera Olga Navarro, Doctora en Historia del Arte especializada en el Antiguo Egipto
Decía Ernest Hemingway: “La gente buena, si se piensa un poco en ello, ha sido siempre gente alegre”. Pues bien, es esa y no otra cosa lo que abunda en Pamplona: afables nativos, calles animadas, muchísima historia y un clima extremadamente benigno para quienes llegamos desde nuestras megaciudades hastiados de sufrir el rigor del verano asfáltico. La quedada, lamentablemente, fue breve. Los forasteros (Susana, José Luís y un servidor) llegamos el 26 de julio, y por desgracia regresamos a nuestras sartenes de origen el viernes 28. Olga es pamplonesa, algo que se nota por los diminutivos que utiliza: terracica, barecico, callecica, piernecica….y cosas así. Por ser ella la indígena y nosotros los foráneos tuvo que sufrir la carga del anfitrión, esto es, asumir las funciones de guía turística, asesora gastronómica, llegado el caso choferesa y, en fin, soportar el coñazo que suelen dar las visitas de amigos, conocidos e inspectores de Hacienda.
Pero vayamos por partes, como solía decir Jack el Destripador.
Tras nuestra llegada a Pamplona concurrimos los viajeros en el Hostal Bearán, honesto negocio hostelero que Olga recomendaba, y con razón. Habitaciones cómodas, limpias y muy tranquilas por
dar las ventanas a un patio interior que nos aislaba del bullicio de la calle San Nicolás, en pleno Casco Viejo de la ciudad. Un dato curioso en un entorno asaz tradicional: cada una de las puertas que llevaban desde la calle hasta nuestras habitaciones tenía una cerradura digital, por lo que era menester introducir una clave numérica para abrir el portal, otra para acceder a la primera planta y una tercera para entrar en nuestras habitaciones. Es por ello que, cuando llegábamos al pasillo de nuestras estancias, Susana y José Luís esperaban a ver si era yo capaz de abrir mi puerta, y el que suscribe hacía lo propio con ellos, no fuera que alguno o alguna tuviera que pasar la noche en la ducha de quien lograba abrir.
Resuelta la cuestión de nuestros aposentos tocaba resolver dónde yantar con cierto fundamento y hacer los honores a la notable cocina tradicional navarra. Tanto José Luís como yo estábamos de acuerdo en comer por algún lugar algo alejado de nuestro hotel, por aquello de devolver a nuestros cuerpos la honestidad perdida en la pitanza merced a un breve paseo. Entonces llegó Olga para darnos noticia del restaurante que previamente había reservado: La Cocina Vasca – San Nicolás, un rotundo fogón local con la entrada justo enfrente del portal de nuestras habitaciones, no a más de diez metros. En pocas palabras, el tránsito de la comida a la siesta no nos iba a ocupar más de cuatro minutos.
Las fotografías muestran una panorámica de la calle San Nicolás y nuestra primera sobremesa. En ella traté de colocarle a Susana mi tesis sobre el origen nórdico, seguramente noruego, del faraón Peribsen, penúltimo monarca de la Dinastía II. Y no, el aparatoso vendaje que se aprecia en mi nariz no tiene nada que ver con Susana, que me escuchaba entre compasiva y terriblemente aburrida. Olga, presa de la desesperación, se lanza sobre la botella de vino. José Luís, sin duda el miembro del grupo con más sentido común, pasa de todo y sonríe con bonhomía a nuestro ocasional fotógrafo.
Acordóse entonces dar un buen paseo por las calles más vetustas de la noble Pamplona, Yo voté en contra, por aquello de respetar la Santísima Siesta, pero mi voto fue obviado tanto en ese momento como en cualquier otro del viaje. Así pues, con la barriga bien llena, una magnífica disposición de casi todos, y puestos bajo la tutela de la guía nativa más encantadora que puede tenerse allí, comenzó nuestra osada exploración.
Contemplando la Plaza del Ayuntamiento desde la barrera. Olga nos juraba por todo la humano y lo divino que las fiestas de San Fermín habían terminado, que no tenían ya encierros y que los toros no andaban sueltos por las calles, pero todo el mundo sabe que la mejor virtud del viajero es la prudencia. Ya nos avisa Tito Livio: “No entregues la felicidad de muchos años por el riesgo de una hora”.
Saliendo desde la misma calle de San Nicolás en dirección hacia la Plaza del Castillo, se dobla a la izquierda por la calle del Pozo Blanco y una vez en el pozo (que ahí sigue, aunque bien cubierto) un breve giro a la derecha nos deja en la Plaza del Ayuntamiento. Es el célebre lugar que vemos todos los años en la tele cuando lanzan el Chupinazo para iniciar las fiestas de San Fermín. El tamaño de este espacio público sorprende al visitante novato, pues parece imposible que una plaza tan recogida sea capaz de albergar a los muchos miles de pamploneses y turistas que allí se apretujan, chafan, aplastan y, en fin, se congregan cada 6 de julio. Es razonable solventar la duda cuando pretende ser la dueña de nuestra mente, de modo que le expresé a nuestra guía mi más rotundo escepticismo sobre las cifras descabelladas de asistencia que suelen darse en los medios. Y no, el aparatoso vendaje que se aprecia en mi nariz no tiene nada que ver con Olga.
Nuestro propósito era recorrer el itinerario de los famosos encierros, pero sin el apremio que suponen unas reses bravas corriendo detrás, algo muy necesario para disfrutar con sosiego las fachadas antiguas, los balcones cubiertos sobresaliendo de las casas y los muchos comercios tradicionales que adornan la vía pública. Pero mejor verlo en imágenes:
FOTO 1 FOTO 2
FOTO 3 FOTO 4
Por si hubiere alguien que aún no haya abandonado la lectura de este ameno reportaje, voy a plasmar a continuación unos comentarios sobre las fotos anteriores.
En la FOTO 1 aparecemos los componentes masculinos del equipo, posando cual recios galanes en la Plaza del Ayuntamiento, como indica la propia presencia del edificio consistorial. Detrás de nosotros tenemos a Olga explicándole a una señora muy extranjera cómo salir de Pamplona y pidiéndole por favor que nunca vuelva con semejantes pintas. Al fondo, a la izquierda del Ayuntamiento, la llamada Cuesta de Santo Domingo, por donde llegan corriendo a la plaza los mozos llevando los toros tras ellos.
La FOTO 2 es un documento histórico. Vemos a la Dra. Alegre abjurando de su rígido atonismo y encomendando a San Fermín el cuidado de su vida, su salud y su hacienda. Vivir para ver. Años de viajes a Egipto para picar a escondidas cualquier inscripción que incluyese el nombre de Amón y…
De la FOTO 3 prefiero hablar lo menos posible. Olga y Susana se constituyen en Divinas Adoratrices de Apis así, por las buenas, sin haber previamente tomado ni una copita de pacharán.
Y la FOTO 4, por fin, resume uno de los momentos álgidos de nuestra exploración. En uno de los pasajes más discretos de la Pamplona Vieja, nuestras avezadas académicas descubren una inscripción que rápidamente interpretan como la versión griega del nombre Khnum-Khufu sobre lo que podría ser la entrada de un templo o, tal vez, de un cenotafio. Locas de júbilo (o simplemente locas) inician los movimientos de la lambada menfita, una danza litúrgica muy popular en la capital del Reino Antiguo allá por los tiempos de la Dinastía IV. También hay que entenderlas, pobrecitas. Si este descubrimiento lo hubiese hecho Hawass ahora tendríamos doce documentales en DMAX, tres libros (escritos por otras personas) y una gira mundial de conferencias.
Esquina de la calle Mercaderes con Estafeta. En este giro es donde ocurren los temidos resbalones sobre el empedrado durante los encierros, formándose montoneras de toros y personas por los suelos. Uno de los momentos más apreciados por quienes disfrutan del espectáculo en la televisión.
El día siguiente, 27 de julio, la histórica ciudad fue testigo de un amanecer inolvidable. O eso supongo, porque dormir bajo el cobijo de sábana y colcha a finales del mes de julio me pareció un regalo tan delicado que ni irrumpiendo a todo galope en mi habitación Muwatalli II y toda su horda hitita habrían logrado sacarme de la cama.
Aquello que no podría hacer un ejército, empero, lo consiguió José Luís merced a un simple mensaje. Poco después caminábamos hacia La Ciudadela de Pamplona, una imponente fortaleza renacentista levantada de tiempos de Felipe II, más con la función de controlar a los revoltosos pamploneses que como baluarte contra un enemigo exterior. Téngase en cuenta que por ese entonces culminaba la anexión de buena parte del territorio navarro al Reino de Castilla, y son maniobras estas que no suelen complacer a la población que es sometida manu militari a la autoridad de un soberano extranjero. Hoy en día tanto el interior de la Ciudadela, totalmente ajardinado y con sus antiguas dependencias dedicadas a fines culturales, como el hermoso parque del exterior son el pulmón verde de la ciudad.
A la izquierda, José Luís y Susana como custodios de uno de los accesos a la Ciudadela. Pal otro lao, una de las piezas de artillería del interior, probablemente un cañón británico de 6 libras. O igual no, sabe Dios.Y no, el aparatoso vendaje que cubre mi nariz tampoco es por montarme en ese trasto sin permiso.
Ese segundo día Olga no pudo compartir mesa y mantel con nosotros, de modo que una vez cumplimentado el Santísimo Sacramento del Aperitivo, tocaba decidir sobre un tema harto delicado: ¿dónde nos regalábamos un banquete? Susana y José Luís, que madrugan, se habían apretado el desayuno en el legendario Café Iruña, uno de los locales con mayor prestigio de Pamplona por su elegancia y porque allí Hemingway pasó mucho tiempo emborrachándose. Propusieron comer allí, y nos encaminamos hacia la Plaza del Castillo.
PLAZA DEL CASTILLO E INTERIOR DEL CAFÉ IRUÑA A PRIMERA HORA DE LA MAÑANA. Al ver esta fotografía uno se pregunta: ¿Pero a qué carajo de hora se levantan estos dos tortolitos? ¿Han puesto ya las calles de la ciudad? ¿Se han retirado los osos y los lobos? ¡Pero si el sitio estaba petao hasta la bandera cuando fuimos a comer! Esto es un dislate, no puede ser sano viajar con gente así.
El almuerzo en el Café Iruña fue sensacional. Servicio de mesa atentísimo y platos muy bien elaborados, todo ello en un entorno decimonónico que parece haberle hecho un corte de mangas al paso del tiempo y a los actuales restaurantes de ir y jamás volver. A Susana le sirvieron una pequeña paletilla de cordero lechal que era una obra de arte. Yo degusté un plato de bacalao al ajoarriero (ya el tercero en Pamplona, pues es uno de los emblemas de la cocina tradicional navarra). Y José Luís… bueno… digamos que es una criatura trascendente que circula con facilidad entre el plano abstracto y la realidad concreta, así que con modales versallescos le pregunté: ¿Pero cómo coño te vas a apretar en pleno mes de julio un puchero lentejas, so tragón?. No obstante, el aparatoso vendaje que cubre mi nariz nada tiene que ver con un debate sobre legumbres.
Ultimado el sencillo ágape, y confortados nuestros espíritus merced a un breve reposo en nuestras habitaciones, salimos del Casco Viejo para abordar uno de esos carruajes de alquiler con chófer que algunos llaman taxis. Nos esperaba el objetivo principal de nuestro viaje: la exposición de los tesoros egipcios de la familia Matthews-Beyens en la Biblioteca de la Universidad de Navarra, y con el privilegio de contar con Olga, comisaria de la exposición, para una visita guiada privada, sin otro público en la sala. Por cierto, que Olga también organiza un taller sobre escritura jeroglífica durante los meses de octubre y noviembre en el Museo de la Universidad de Navarra. Un no parar.
Nuestra amiga Olga ante el edificio de la Biblioteca de la Universidad de Navarra
Por desgracia, para desilusión del amable lector y frustración propia, no puedo traer aquí imágenes de las piezas expuestas, por aquello de los derechos de imagen. Creo, además. que me asisten poderosas razones para no entenderme en explicaciones. En primer lugar, esta colección egipcia fue el asunto que abordó Olga en su tesis doctoral, y ella ya ha publicado un artículo en nuestra web de Amigos de la Egiptología (La colección egipcia de la familia Matthews-Beyens – Amigos de la Egiptología (egiptologia.com). Es más, la exposición cuenta con una página web donde pueden disfrutarse algunas de las piezas más relevantes: Tesoros egipcios de la familia Matthews-Beyens (unav.es), y también un catálogo que puede adquirirse si se visita la muestra. Por último, aunque no por ello menos relevante, la descripción de una serie de piezas sin que aparezcan sus imágenes se me antoja un ejercicio irreparablemente tedioso para el atento lector de estas líneas. Es por todo ello que haré un repaso sumario de la exposición como mero visitante, o simplemente como mero, pues no me asisten conocimientos sobre museística o cualquier otra disciplina que exija un cierto nivel de culturismo.
Se inicia el recorrido con un cuadro cronológico fácil de asimilar, una valiosa herramienta para que el público menos especializado no confunda las épocas de personajes históricos tan alejados entre sí como Tutmosis III y Zorba el Griego, por poner dos de los casos más paradigmáticos. A continuación se exhiben en sendas vitrinas ediciones antiquísimas de libracos sobre el Antiguo Egipto que la propia Universidad de Navarra cede a la exposición: Medicina aegyptiorum (Alpini, edición de 1.745), Hieroglyphica…(Valeriano Bolzani, 1.604), Voyage en Syrie et en Égypte (Volney, 1.807), L’archéologie égiptienne (Maspero, 1.887) o la conocida A través del Egipto (Toda, 1.889), entre otras joyas bibliográficas. En la pared frente a estas vitrinas lucen cuatro láminas de la Description de L’Égypte, ese monumento a la egiptología que redactaron los savants de Bonaparte durante la campaña militar francesa en Egipto (1.798 – 1.801), y dos grabados del artista romántico David Roberts.
Luego de esto pasamos a un amplio expositor acristalado con las piezas catalogadas como de dudosa autenticidad o directamente falsas. Olga nos ilustró sobre este tipo de piezas, que tienen incluso su propia taxonomía. A mí me parece que eso de la taxonomía no es otra cosa que el oficio de los taxonomistas, esto es, los señores que disecan cuerpos de animales, pero no creí oportuno estorbar las explicaciones. Entre estos objetos pudimos observar un escaraboide inscrito con el nombre de coronación de Akhenaton (Nefer-heperu-re Wa-en.re), o la pequeña figurita incompleta de una divina adoratriz que en el pilar dorsal lleva la inscripción. “La hija real, gran señora de las Dos Tierras, la iluminada (…), señora del encanto (…) que da vida”. Es una pena la impostura de esta pieza, una dama joven ataviada con un collar de doble vuelta y una túnica larga plisada con amplias mangas, porque realmente es una preciosura. Nuestra experta guía nos comentó que, en contra de lo que podría pensarse, las falsificaciones contemporáneas son relativamente más fáciles de identificar que las antiguas, porque los creadores de estos fraudes durante el siglo XIX y principios del XX eran unos magníficos artesanos.
Olga ha decidido taxoci…taxifici…clasificar las piezas auténticas de la exposición en tres secciones: arte egipcio, estética y belleza, y religión y magia. En la primera de ellas podemos ver, entre otros objetos, dos cabezas de mujer, una trabajada en piedra caliza y datada en la Dinastía XVIII, por desgracia incompleta, y otra de época greco-romana tallada en alabastro, muy hermosa. Pero la pieza más fascinante (en mi opinión) tal vez sea la imagen de un prisionero asiático realizada en fayenza y presentada a la manera tradicional en que los egipcios concebían a sus enemigos: vencidos, de rodillas y con los brazos atados a la espalda a la altura de los codos. La figura, de unos siete centímetros y datada en el Reino Nuevo (c. 1.500 – 1.090 a. C.), está modelada cuidadosamente, y los rasgos característicos (el cabello largo y la barba puntiaguda) se dibujaron con tinta negra. De la sección sobre belleza y estética destacaré un espejo muy bien conservado y un delicado collar con cuentas tubulares de fayenza y esféricas de cornalina. Pero creo que la parte más llamativa de la muestra (y la más nutrida), es la dedicada a religión y magia, que preside una poderosa cabeza de la diosa Sekhmet, emblema de esta exposición. En esta sección tenemos ushebtis, varios amuletos con la forma de distintas divinidades (Mut, Bes, Hequet, Nefertum, etc.), escarabeos (dos de ellos con el nombre de coronación de Tutmosis III, Men-heper-re) y otros tipos de objetos. Son especialmente relevantes para mí dos vasos de ofrenda que datan del cuarto milenio antes de nuestra era. Se trata de pequeños recipientes tallados en piedra dura (brecha, un material muy parecido al conglomerado), lisos y carentes de cualquier ornamento, pero estar ante piezas con más de 5.000 años de historia impresiona tanto como cuando Susana me expulsa del Facebook por escribir burradas.
La Dra. Navarro le explica a la Dra. Alegre que sí, que las piezas de la exposición son muy bonitas, y que hay muchas, pero que está muy feo guardárselas disimuladamente en el bolso cuando no hay nadie mirando.
Madrid, 4 de agosto de 2.023