Alejandría. Un homenaje a Howard Phillips Lovecraft
Por Jorge Roberto Ogdon
Creación: 28 octubre, 2004
Modificación: 21 abril, 2020
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4

Me desperté en un lecho que no era el mío. Alrededor todo estaba abrazado por una penumbra fosforescente. Un brasero ardía moribundo en el centro de la oscuridad. Pero desde fuera, llegaban los ruidos del amanecer campesino. Algunas voces de mujeres y niños, el cacareo de las gallinas y pollos, el gorgoteo y batir de alas de las palomas, el traquetear de unos asnos. Sin duda, la primera oración del alba había sido pronunciada hacía rato.

Me llegó el meloso aroma del té dulcificado con miel. Mi nariz se despertó más aprisa que mis párpados. Me recosté sobre un brazo y aparté el cobertor de lana de carnero. La habitación estaba vacía. Salté de la cama descalzo y me dirigí, sin prisa y entre modorreos, hacia la puerta de madera. Al abrirla, las luces de la media mañana me deslumbraron por un instante. Era una espléndida escena doméstica. El hombre a quien la noche anterior había llamado Imi-iawe-nofre, estaba acuclillado ante un pequeño y renegrido caldero bullente.

«El desayuno está listo» – me espetó señalando con un gesto el contenido de la marmita – «¿Gustas?».

Asentí y me acuclillé frente a él, tomando el tazón humeante que me extendía. El barro estaba recalentado, pero no llegó a molestar en mi mano. Sorbí largo y despacio.

«Es agradable» – le dije en voz baja. Imi-iawe-nofre imitó una sonrisa benevolente. – «Aunque desearía beber otra pócimas» – agregué después de un corto silencio.

«Todo a su tiempo. Todo a su tiempo.» – contestó, como si se lo dijera a sí mismo.

«Sí. Tiempo es lo que tengo, desde siempre.» – expresé como si le hablara a nadie. Vi que me miró de reojo, con paciencia. – «Está bien» – concluí, como un niño que dijo algo tonto.

«Mira, ¿ves aquellas ruinas?» – continuó, señalándome con un gesto de la cabeza unas grises y distantes colinas, que se erguían más allá del área cultivable del valle. – «Me recuerdan a nosotros. Alguna vez se levantaron orgullosas. Hoy, se desmoronan poco a poco. Y así y todo, siguen siendo portentosas, porque siguen diciéndonos cuál es la voluntad de Dios. ¿Ves? Todo es, aún lo que ha dejado de ser. Aún lo que no existe, es». Me quedé reflexionando. Él no dijo nada más, hasta que terminamos de beber. Entonces, me hizo una seña para que le siguiera.

A la vez que nos poníamos en pie, emprendió una vigorosa caminata hacia el desierto.

«¿No iremos a lomo de algo» – pregunté, un tanto desapasionado ante la perspectiva de una carrera a pleno sol por ese arenal oceánico.

«Ni modo» – gritó alejándose a paso vivo – «Ningún asno o camello se atrevería a llevarnos a donde vamos» – comentó al rato, cuando le alcancé presuroso – «Verás, se trata de una contienda muy, pero muy remota. Los mamíferos no se llevan bien con los reptiles. Por eso, mucha gente enloquece, no pueden dominar a uno sin dañar al otro. Creo que los doctores infieles le llaman ‘incompatibilidad de caracteres’» – añadió, sellando su extraño comentario con una risa desdeñosa. No, no despreciativa; desafiante.

Marchamos por un largo rato. El refrescante aire matinal cedió paso a un pesado vaho que resecaba la piel y la garganta. Por fin, Imi-iawe-nofre se detuvo. Estábamos en la cima de una ondulación de arena enorme, profunda y vasta. Una ligera brisa empezó a acariciarnos las piernas. Me miró alegre y dijo:

«Bien, bien. Ahora vendrán a nosotros. Ahora nos alcanzarán veloces, los recuerdos».

Asentí, absorto en el paisaje sahariano que se extendí ante nosotros. La brisa se volvió más persistente y más furiosa. Y ante mis ojos, brotando de las dunas como límpidos diamantes, se arremolinaban miríadas de granos de arena, que, como temblorosas siluetas de polvo se condensaban en formas rastreras y sinuosas. Hasta que el desierto se convirtió en un océano ululante de retorcidas víboras. Ambos estábamos sumidos en el más absoluto mutismo. El cielo desbordaba con un sonido sibilante y el roce de las escamas serpentinas le servía de incansable acompañamiento. Las escasas nubes dejaron de ser algodones blancos y se volvieron desgajados hilachos carmesí, deshaciéndose vertiginosamente hacia el horizonte. Porque allí, alzándose desde sus profundidades infernales, comenzó a presentarse la visión, el sueño avistado desde hacía tanto en mi interior, la profecía haciéndose revelación. Era Edyo, la emperatriz de las serpientes, la más venenosa, la muy mortífera deidad, que se ensimismaba, enroscándose sobre su cola y me fijaba su hipnótica mirada. La gorgona egipcia me tenía paralizado en un trance. Y mis ojos se iluminaron con la luz del ungido, de aquel quien ha comprendido la repetición eterna de los ciclos. Todo volvería a Alejandría. Los dientes que se hunden en la carne suave, la sangre de la Vida regándose sobre las sedas del lecho, entremezcladas con las ácidas lágrimas del veneno. El llanto del cocodrilo.

5

Desperté en la cama del hotel, sudando copiosamente y en tal estado de tensión, que me escuché bufar como un tuberculoso. Sacudí ferozmente mi cabeza. Necesitaba resucitar a la vigilia. Todavía tenía ante mí los vidriosos ojos de la gigantesca cobra. Comencé a relajarme entre vahídos. Me volví a echar sobre el mullido colchón, cuando noté que empuñaba firmemente algo en mi mano derecha. Miré de soslayo, con vacilación. Vi que era una aguja de oro de punta roma y ojillo diminuto. No puede imaginar qué hilo tan fino podía pasar por él. Estaba clavada en el redondeado monte de venus de mi palma. Un delgado hilillo de sangre corría hacia la muñeca, espesa, brillante. Sang de boeuf es el color de la sangre. Pensé que era la primera vez que percibía verdaderamente el sentido de la «fuerza vital» que se le atribuía, pues me parecía que por allí se escapaba una esencia íntima, individual, mía. El pensamiento duró unos segundos más y se desvaneció. Retomé la conciencia vigilante.

Con suavidad, retiré el áureo pinche de mi mano, y lo puse sobre el mármol rosa de la mesita de luz. Chupé la pinchadura. La sangre dejó de manar. Su sabor se desparramó por mi boca; era dulce y sabrosa. Pensé el placer de morder, de hincar los colmillos en su cuello esbelto, de supurar el veneno mortal en su cuerpo deseable.

Salté de la cama como un rayo, sobresaltado. Había creído ver un bulto sinuoso deslizándose por debajo de las sábanas. Pero no, solamente era un falso doblez de los cobertores. Me dije que debía despejarme. Nunca un sueño me había perseguido tanto como éste. Tomé un baño de inmersión con sales. Me vestí y bajé al lobby. El conserje me dijo que tenía un mensaje para mí, al tiempo que me tendía un papel doblado, amarillento por el tiempo, frágil como alas de mariposa. Le agradecí y me dirigí al salón. Ordené un desayuno ligero y abrí la nota con cuidado. El papel tendía a quebrarse, pero logré desplegarlo sin que se rompiera. En una tinta amarronada, unos trazos ancianos, una escritura no rememorada hasta entonces: con fina manuscrita demótica, esas líneas comunicaban que se me aguardaba esa noche en uno de los «baños» grecorromanos, uno que conocía muy bien de antaño. Los cántaros de aguas entibiadas libaban su contenido, mezclándolos sobre nosotros. Implacable volvía la historia. Las dagas prestas, los rostros embozados, los corazones hipócritas, los propósitos infatuados.

Lejos estaba de tranquilizarme ante la proximidad de los hechos. Y no me veía tan lejano del final de este futuro que se hacía presente. ¿El regreso del pasado? Imaginé los coletazos de miles de serpientes anudadas, el chasquido de sus escamas al raspar entre sí me recordó vagamente un sueño temible que había tenido la noche anterior. El hecho onírico y sus designios ominosos volvieron a mi mente. Temblé imperceptiblemente.

6

El resto del día fue turísticamente olvidable. A eso de las nueve de la noche, fui al famoso restorán el-Keppi. Escogí mesa, seleccioné algo de la tabla llena de mezze, que acompañé con un aperitivo ligero. Luego deleité mi paladar con kebbe crudo con húmus tabule y falafel, todo regado con una botella de Pharaoh tinto, bastante estable para su cosecha. Al terminar, pedí café amargo y encendí un Nefertiti Mild.

En un bolsillo de la chaqueta guardaba la breve misiva. La conjura avanzaba imperturbable. A tiempo.

Era la hora propicia para un paseo por los alrededores. Faltaba un rato para la medianoche.

Era placentero discurrir por entre la vibrante muchedumbre noctámbula de Alejandría; la mezcla de culturas reafirmaba la naturaleza extranjera de la ciudad. Y esa conjunción de caracteres resultaba de las pulsiones de las almas, que pertenecen al mar y al desierto. Aquí, en Alejandría.

Deambulé hasta hacerse la hora de la reunión. Al ir llegando al área de las termas helénicas, vi un grupo de personas que me aguardaba. En medio de ellos estaba Imi-iawe-nofre.

«Em hotep, em hotep» – exclamó con aspavientos al verme aproximar. Con un ademán de la mano derecha me introdujo al resto de sus acompañantes, mientras decía:

«Todo ellos rechazan la Ignorancia. Ellos viven en la Verdad» – parafraseando el viejo dicho de Ajenaton, ânj em maât.

Nunca supe sus nombres, porque no reconocí a ninguno de ellos. Pero no me intranquilizó. Las gentes cambian.

Entramos por el portal ruinoso de las salas termales y nos dirigimos hacia una puerta, disimulada tras una losa, que daba paso a una escalinata ascendente, por la que empezamos a subir en fila india. El ancho de la escalera no permitía sino subir de uno en uno. La procesión lucía fantasmagórica a la luz de las antorchas. Los muros plagados de jeroglíficos e imágenes atlánticas reverberaban con las sombras, dándoles vida a los vetustos glifos. Los dioses y los reyes se erguían con la colosal estatura de lo supranatural, dejándonos a los mortales con la tortuosa tarea de arrastrarnos sobre la faz de la tierra. Los signos parecían sacudirse bajo la pronunciación de arcanos encantamientos. El aire se volvía más frío, la llama de las antorchas se contoneaba trémulamente. Los rostros adustos, los pasos lentos pero seguros. Hacia arriba, hacia el cielo alejandrino, hacia el dominio de los espíritus brillantes.

Finalmente, surgimos al cielo abierto y estrellado. El fresco del aire nocturno nos envolvió suavemente, dándonos la bienvenida. Imi-iawe-nofre esperó a que todos nos hubiéramos dispuesto en círculo en torno suyo, y luego me dijo:

«Ahora es tu turno, haz lo que sabes» – en tanto, desde mi consciencia de vigilia, yo le miraba atónito. Pero sentí una fuerza interior desconocida que me hizo voltear, enfrentando el lugar del horizonte por donde el sol se pone. Imi-iawe-nofre tomó mi mano izquierda, y, con un fino cálamo, dibujó la grotesca imagen de Bes, al tiempo que me explicaba:

«Junté plantas en el desierto. Les extraje su jugo, y, con eso, sangre de vaca, sangre de perra blanca, franquiesencia fresca, mirra, jugo de moras, agua de lluvia pura y jugo del gusano de la madera, hice esta tinta para ti, como lo hizo el rey-mago Nectanebo».

Parpadee. Sentía un escozor en la palma de mi mano, como si el dibujo quisiera sumergirse en mi piel y enterrarse en mi cuerpo. Tomando una tela negra, el viejo vendó mi mano y dijo:

«Acuéstate en el piso, sin hablar, sin hacer ni responder pregunta alguna».

Después, anudó el resto de la tela alrededor de mi cuello. Tomó una hoja de papiro y escribió rápidamente unas líneas de texto y me obligó a cerrar los ojos. Lo último que vi fue su rostro, y, más atrás, las caras extáticas de sus seguidores. Lo último que pensé entonces fue sobre aquel viejo adagio egipcio: «cuídate de aquellos que envejecen sin morir». Mientras me esforzaba por volver a mis capacidades físicas, con ese pensamiento nefasto machacándome la cabeza, la voz cascada del ritualista me llegaba como el reloj de una bomba de tiempo:

«¡Envía al que ve la Verdad, fuera de Su Capilla! ¡Él, el Mensajero del Veneno, a quien tengo ante mí, te busca! ¡Ha de realizar, de una vez y para siempre, con tu asistencia, oh Poder del Fuego, la tarea por la que vive! ¡Ven, Señor del Colmillo, Regente de la Eternidad, porque Él te busca a ti! ¡Por las palabras de Anubis, Quien está sobre el Misterio! ¡Lampsier-sumarta-baribos-damdalan! ¡Orbés, Chtulu faht‘gn Nyarlathotep! ¡Oh, Señor de la Vida y de la Muerte, envía Tus Manifestaciones! ¡Anuth, anuth Ry‘lieh, sambré, sambré! ¡Ahora, ahora, rápido, rápido! ¡Preséntate ya!»

Al instante, en medio de un estrépito semejante a un trueno lejano y poderoso, la brisa se volvió un tornado, la noche se hizo semipenumbra neblinosa, la quietud se convirtió en ajetreo. Y desde las alturas descendió una turbulencia huracanada que parecía concentrarse sobre mi. Alcancé a oír que Imi-iawe-nofre chillaba como una vieja demente, que los acólitos caían posesos por una histeria colectiva que se transformaba en clamores de terror, que el mundo entero se venía abajo.

Y no recuerdo más; sólo que, no se si tenía los ojos abiertos o no – y lo último es lo más probable, porque si no, tendría que haberme visto en un inexistente espejo -, vi mi cara como la de un leopardo con dientes de víbora.

7

Nunca conocemos la autenticidad de las causas ni las imperfecciones de los resultados, porque creemos que son obras de Dios. Pero muchos hombres han adherido al dicho popular que reza «cada quien construye su propio destino». Y esa es otra de sus creencias. El destino no es una fantasía árabe. Existe para quienes, como yo, no deseamos eludirlo. Y cómo desearlo, si lo único que alentó mis días desde mi nacimiento fue este momento, desde ahora, y por virtud de la magia, irrepetible. Aunque comprendí tarde los designios que tejieron los hilos del tiempo para mi. La fuerza que me impulsaba al reencuentro no estaba signada por el amor, por mi secreto deseo de salvarla. Los hados son meros servidores de propósitos que únicamente los crueles dioses conciben. La magia es poder absoluto, y el poder absoluto corrompe completamente. Muchos de quienes se han internado en sus junglas se han extraviado en ellas. La luz puede cegar. Las sombras son la ceguera misma. Pero que importaba ya todo eso.

Allí estaba ella, Alejandría, envuelta en sus esfumadas ropas de lino traslúcido, adornada con sus deslumbrantes joyas multicolores, paseándose en el tornasolado resplandor del atardecer. Miraba distraídamente por el amplio ventanal que daba al Nilo. Su mente hervía en contradicciones. ¿Se entregaría al nuevo vencedor? Octavio la quería ver desfilar cautiva. No era él quien estaba cautivado por sus encantos. ¿Huiría? Ella no era así. Cesarión, si Isis lo permitía, ya estaría saliendo de la ciudad, cuidado por fieles amigos.

Percibí en sus ojos el resplandor de la ira. Todo perdido. Todos perdidos. Amantes, reino, pueblo, orgullo, pasión. Ya todo era tan sólo polvo en el viento, sueños de gloria extraviados en las sendas de los camelleros; vanas memorias, e inútiles. Nada ni nadie la salvaría de su sino. Sí, era mejor apartarse, descender del escenario de la historia actual. Quizás en el futuro la gente la recordara como quien era, la reina de Egipto. Cleopatra, la maldita, la asesina, la ninfómana. ¡Ja! ¡Qué rencoroso podía ser el destino de las personas decididas!

Apoyaba una de sus manos sobre la balaustrada de alabastro vareteado, y tal era la tersura de su piel que ella misma parecía una continuación de la piedra, una escultura de humanidad fósil. Pero estaba viva. Como entonces. Tan vital, tan arrogante, tan fascinante. Las cortinas se movían bajo la tibia brisa ribereña y el clamor de las masas asustadas. Y ella, la reina, no tenía temor ninguno. Solamente furia. Furia por la derrota, su derrota como diosa inmortal en la tierra sin muerte. Ella debía vivir eternamente. Ella era la más grande diosa de Egipto. Ella ciertamente viviría por siempre. Por siempre, en la memoria de las gentes. Ella no se rendía, y se decía a sí misma unas palabras que, al llegar a mis oídos, me sonaron tan recientes:

«Recuerda, Alejandría, quien vive sin amor, vive sin vida, pero quién muere de amor, vive sin muerte» – recitó a la multitud, con la mirada perdida en el horizonte.

Palabras que me revelaron la Verdad de lo único importante. Alguien murió en una cruz para mostrar lo mismo.

Como si fueran un ensalmo, su voz y sus frases hicieron que me deslizara sobre mi vientre, al igual que otro esclavo más, imitando a un servidor incondicional. Y me acerqué presto a sus tobillos marfilíneos. Ella bajó la vista y me miró con sus brillantes ojos almendrados. Me miró sin miedo. Me vio como quien ve a su amante anhelado, a aquel que lo es todo en el mundo. Y la sonrisa rutilante afloró en sus labios, su sonrisa inolvidable.

Esa fue la señal para la fuerza de la magia negra que me llevaba a hacer aquello por lo que renegué toda mi vida. El poder inexorable prevaleció. Todo volvía a repetirse a través de los siglos. Era inútil, comprendí, volver, una y otra vez, vivir una vida tras otra, buscando cambiar lo que ningún ser puede trastocar. Quizás la magia negra de Imi-iawe-nofre no fuera tan oscura, después de todo. La propia naturaleza está en la sangre. Y me rendí definitivamente a la voluntad de Dios, porque terminé de entender que todos estamos en Sus Manos.

Me revolví siseando hacia Cleopatra y hundí mis colmillos profundamente en sus tobillos.


Especial para Amigos de la Egiptología. © 1992, 2000. Jorge Roberto Ogdon.

Queda hecho el depósito que marca la Ley N° 11.723 de Propiedad Intelectual.
Es propiedad.

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