Alejandría. Un homenaje a Howard Phillips Lovecraft
Por Jorge Roberto Ogdon
Creación: 28 octubre, 2004
Modificación: 21 abril, 2020
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Un homenaje a Howard Phillips Lovecraft

1

Me detuve un momento a mirar la ensenada del puerto de Alejandría, apoyando los codos en la baranda del barco, que se deslizaba hacia su destino final. Y hacia el mío. Llevaba años deseando sentir, nuevamente, la arena tibia lengüeteada por las olas mediterráneas, y beber el sol dorado bajo el azul prístino del cielo faraónico. Volver al Nilo… «Ni lo pienses, sólo vívelo», me dije.

Bullían en mis oídos los ruidos musicales y discordantes, berreados y aullados con algarabía y vivacidad, por ese tumulto de gentes y animales que se apiñaba en los muelles vetustos y maravillosos. ¡Ah, Alejandría! La ciudad de Alejandro Magno. ¡Qué bellezas albergaba este sitio decadente ya desde su misma fundación! Griegos, romanos, cristianos, árabes, europeos y orientales de los más extremos y cercanos orientes; todos, y desde la antigüedad inconcebible, fueron fascinados por las grandezas y pequeñeces de Alejandría…, que para mí guardaba mucho más que meros recuerdos de viajes y souvernirs memoriosos de mis andanzas por esa ciudad. Alejandría era mucho más que sólo monumentos contemporáneos y prehistóricos de mi historia. Alejandría era la muchacha nativa de piel dorada, ojos de almendra, labios de miel, finos dedos de largas uñas, velos y sedas, cosas locas del otoño lejano, que regresa en las oscuras gaviotas del aire fresco. Fresco sobre el cálido arenal costero. Fresco, como su sonrisa de perlados dientes.

Con estos pensamientos en mente, bajé por el pontón hasta tierra firme, y me dirigí a la Aduana. No tenía nada que declarar, mi equipaje era bien escaso y mi documentación estaba en regla. Al salir de la oficina, tendí mi modesta maleta a un muchachito muy locuaz; le sonreí, como si le entendiera, y le pedí que me consiguiera rápidamente un taxi. Cuando salía corriendo a buscarlo, giré sobre mi mismo y miré a mi alrededor: el barullo y la maroma incesable no dejaban de envolverme. Me di cuenta que me hacia falta beber algo y me conseguí un té con menta en un cuchitril que ostentaba el cartel de «parador». No sabía mal para la ocasión; su aroma me volvió totalmente alejandrino. El chico llegó con el taxi y, no se había apeado de él, que ya tendía la mano por su bakshish. Entregadas las piastras de rigor, abordé el vehículo, que arrancó con un ronco sonido arrastrado, y enfilamos por una estrecha calle hasta llegar a una rotonda que dio paso a una ancha avenida, con paseos de palmeras sobre ambas veredas. Me relajé en el asiento trasero. Alejandría. Sus ojos negros y profundos, insondables como el lago Maryut, como el sepulcro de Cleopatra.

Porque esa deidad cronológicamente remota también era parte de mi duermevela. La celebrada, la bellísima Cleopatra. Sus manos níveas acariciando el fresco aire arcaico. Y frescura era lo que traía la brisa marina mientras el taxi me paseaba por la Cornisa, la costanera alejandrina. Mis ojos inquietos se negaban a posarse sobre una sola rama y observaban con devoradora pasión el paisaje revoltoso y fascinante de la suculenta Alejandría, pletórica de enigmas, traiciones, personajes, escenarios. Detrás de la superficial bambalina, la cocina donde se cuecen todas las habas venenosas.

Por fin, llegamos al Hotel Serapis, viejo y destartalado edificio victoriano inglés, que supo lucir otros brillos que las polvorientas escaleras y los estáticos porteros; que los descoloridos alfombrones pérsicos y las quebradizas porcelanas chinescas; que los mudos botones de amables rostros y los ajados recepcionistas, cuyas galas ya no deslumbraban como en aquel colonial entonces. Pero era un lugar que conocí antes y volvería a conocer de nuevo. Un sitio acogedor con algo de inquietante. Luego de registrarme en un libro de pasajeros que debe haber existido antes que el Libro de los Muertos, y hacer subir mi maleta al cuarto, me dirigí inmediatamente al salón comedor y ocupé una mesa cercana a la majestuosa balconada (God save the Queen! Porque sólo la Inglaterra victoriana supo gozar de la delicia de los atardeceres en horizontes lejanos), donde se filtraba la luz cansina del sol tardío. Al instante de sentarme, se presentó, así de la nada, el solícito mozo, con impecable reverencia. Ordené un té con menta y hielo, con la corta cortesía del extranjero que ya conoce el país. Y me quedé con los ojos cerrados, sintiendo el entresolado que me llegaba desde el ligero toldo de madera y tela que me cubría. Pensaba cuan agradable era Alejandría. Escuché el tintineo de la porcelana al posarse sobre la mesa y abrí los párpados. Salí del dulce sopor del entresueño y mi mirada se encontró con la del mozo, brillante y amable, y una sonrisa trasluciendo desde el fondo de sus ojos nocturnos. Sí, cuán agradable era Alejandría, ella, la Joya del Mediterráneo.

«Shukran» – entredije con una franca sonrisa. El mozo se inclinó con un leve gesto, siempre manifestando su placer por complacerme, y se alejó, desapareciendo en la semipenumbra de la sala. Anochecía. El cielo azul dejó de ser brillante y azul y dio paso a una luminiscencia de vareteada gama violácea, anaranjada y dorada con tintes rojizos y rosáceos, aquí y allá, en tanto el dios supremo de los egipcios antiguos se inflaba irradiando sus moribundos destellos, hundiéndose con lentitud en el horizonte líbico, hacia el Inframundo donde habitan las almas. El regreso a la oscuridad, el retorno de la sombra.

Subí a mi habitación, al rato. Veía debajo las sinuosas calles siempre pletóricas de actividad mundana y de propósitos secretos. Como los míos. Nadie sabía que estaba allí; nadie sabía que me había ido de donde estaba. Ya era de noche y sólo las luces detrás del cristal de la ventana iluminaban la habitación y mi plácido gesto melancólico. Decidí moverme. Prendí los veladores y apronté una ducha ligeramente tibia. El calor se sentía muy egipcio, a pesar de los ventiladores. Me desvestí, elegí la muda de ropa y me sumergí bajo la lluvia. El agua empapó mis pensamientos sobre sus delicados pies de uñas perfectas, medidas; sus ademanes ligeros con esas manos de niña antigua, evanescentes; su timbre vocal de campaneo sobrenatural, evocativo. La vi otra vez, danzando en aquel jardín remoto, rodeado de columnas marmóreas e invadido por tan embriagadora melodía. Alejandría.

El gorgoteo del agua, así como me había arrebatado, me devolvió al mundo. Luego de secarme, salí del baño con la decisión de «cenar árabe». Me vestí, siguiendo el anodino ritual cotidiano y bajé a la recepción. Entregué las llaves al conserje, sin comentarios. Iba con una idea, pero la velada sería distinta. Más allá de la puerta del hotel, aguardaban mis sentimientos secretos.

2

Allí se eleva la Columna de Pompeyo, único resabio del que quiso conquistar Egipto pero no pudo hacerlo con el corazón de Cleopatra, que fue de otros. Y sin su palpitante amor, Egipto era de nadie. Es tan sólo un memorial de su fatídico año 48. Se yergue solitaria, como lo estuvo él entonces. Como lo he estado yo hasta ahora. Cerca de allí, hay un pequeño zoco árabe y algunos cafés autóctonos. Y hacia allí dirigí mis pasos.

Entré en uno de ellos con el sigilo y la pereza respetuosa del foráneo que ingresa a un sitio demasiado telúrico. La mirada, aguda pero imparcial, que debe darse al entorno y a los parroquianos logra habituarse a la atmósfera, y uno puede entonces adentrarse con una tímida cautela. Los rostros irreconocibles de la concurrencia nunca deben resultar temibles, pero tampoco debe perderse la lucidez implacable del reconocimiento individual, la catadura. Me acomodé en un rincón cercano a la puerta y ordené un té con canela y una shisha con tabaco local amargo. Fui prestamente atendido por el mozo y saludado lejanamente por el dueño, un inflado y cetrino gordinflón de mirada oblicua y desdeñosas comisuras labiales, coronadas por un cruel y fino bigote negro y una boca ornada con desbordantes dientes amarillentos por el hashish y el tabaco barato. Ni quise imaginar su aliento perfumado por el dulce y aromático estupefaciente.

Bebía el té de a sorbos cortos, como los demás alejandrinos. Ese detalle mereció la aprobación de los presentes; extranjero, pero conocedor. Y adepto. Las religiones del corazón tienen tantos nombres para nombrar lo indecible. Religarse al corazón. Volver a Alejandría. Chupando serenamente el viboreante canuto de la shisha, noté de reojo que un singular grupo de viejos, envueltos en telas muy ortodoxas, me observaba en constante cuchicheo sordo. Al instante, desvié la vista para que no se percataran de mi percatarme, pero, desde ese momento, me puse atento. Atento y abierto. Abierto a los acontecimientos. Acontecimientos que todavía ignoraba. Volví a echarles una mirada de soslayo, sólo para confirmar mi curiosa seguridad; seguían mirándome muy casualmente y murmurando entre sí. Por un impulso inconsciente, esbocé una sonrisa mientras miraba al vacío recortado contra la tapicería coránica que adornaba la pared que tenía enfrente. Sabía que hablaban de mí. Sabía que, en cualquier momento, uno de ellos se acercaría. Sería su invitado esa noche, y otras noches, después. En los desiertos densamente poblados es la costumbre, cuando se encuentran personas desconocidas que se reconocen.

El tapiz invadía completamente mi campo imaginativo. Era una sensación pura. Me supe cautivo voluntario de mi búsqueda. Eramos ella y yo. Y nuestros misteriosos recovecos, ondulantes como las sierpes del tamizado desierto, que se deslizan sobre sus vientres, que llegan rápidas como jaurías, veloces como sombras. Las volutas de los diseños del tapiz se enroscaban en mi mente, como culebras anidadas en el fondo de una profunda caverna, revolviéndose.

«Assalam Aleikum» – restalló grave y severa la voz del que vino a mí.

*Aleikum wa Assalam» – respondí automáticamente. Podría estar absorto en mi travesía interior, pero también estaba atento a esa iniciativa. Las palabras que siguieron surgieron con la fluidez del Nilo, algunas en árabe, otras en inglés, y en menos que se pestañea, estaba acompañándoles en su ronda. Eran siete, sentados en otras tantas posturas diferentes, rodeando la pequeña mesa donde apoyaban sus vasos de vidrio para el té. Se reacomodaron para dejarme un sitio y todos me saludaron afablemente, con sonrisas cálidas y, por fugaces instantes, enigmáticas, que iluminaban sus semblantes. Fue cuando noté sus facciones vetustas, ajadas por los siglos y la sal del mar; sus bocas desdentadas y achicharradas, como frutos resecos bajo el sol de eones; sus pieles, fláccidas pero vitales; sus ojos, chispeantes como brasas.

Una shisha ardía en el centro del círculo; me convidaron de su hashish y acepté. Ya conocía los plácidos efectos de un consumo moderado. Con suavidad y firmeza aspiré el picante humo refrescado por el agua, y sentí, desde la primer bocanada, el agradable gusto y el penetrante aroma de la resina bamboleante. Todos sonreíamos beatíficamente, sin decir palabra alguna. No era necesario. Nuestras auras estaban estrechamente abrazadas y todos percibíamos la comunión. El que dijo llamarse Yussuf al acercarse a mí por primera vez, estaba a mi izquierda; a la derecha se encontraba el que me pareció el más viejo de todos, a quien lo presentaron como Abu Qitab. Mahmud, Muhammad, Alí, Abdulla y Omán, eran los demás. Imperturbables como esfinges, callados como tumbas. Sólo Yussuf decía o me preguntaba algo, cada tanto. Por sus preguntas, intuí que sondeaba mi historia más temprana; no me equivocaba al pensar que deseaban reafirmarse que se acompañaban con la persona correcta. Toda la indagatoria – muy diplomáticamente conducida – apuntaba a desvelarme, a revelarme ante ellos como un «alguien» nunca visto pero largamente esperado e inmediatamente identificado. No había inquietud en mí, más bien estaba azorado por el hecho de que hubiera sido evidenciado con tanta prontitud. Eso me satisfacía mucho. Era una buena señal del curso que habían tomado las enseñanzas a lo largo del tiempo. Nadie debía esforzarse en decir al otro lo que debía hacer. Todos lo sabíamos.

3

Al cabo de un lapso de tiempo atemporal, todos nos levantamos y nos dirigimos hacia la salida, saludando con parsimonia al dueño de ojos rojizos y adormilados. Una vez fuera, caminamos hasta un automóvil Citroën negro y plateado, de la época de la Segunda Guerra, y subimos a él: Yussuf conducía, conmigo a su lado; en el asiento trasero se acomodaron Omán y Mahmud, los más jóvenes, los que nunca hablaron.

El coche arrancó suavemente y nos pusimos en marcha, internándonos en la noche de Alejandría, hacia el sur, hacia el lago Maryut. Pasamos por enfrente de la calle que conduce a las catacumbas de Kom ash-Shufaka y bordeamos la ribera del canal Mahmudiya, hacia Karmuz. Nos desplazamos por los barrios, de atmósfera cada vez más popular, y las fachadas de las casas refulgían como espejos de plata bajo la luminosidad selenita de la noche estrellada. Me resultó obvio que Yussuf buscaba salir de la ciudad.

Nada era diferente. Me llegaba, como entonces, el olor de la tierra arcaica, el llanto del bebé en el regazo de su madre desposeída, los ladridos de los perros hambrientos. Volví a ver las naves de velas desplegadas, purpúreas agitaciones recortadas contra la bóveda celeste; volví a estremecerme con la excitación previa a la confrontación. Ella y yo, frente a frente. Alejandría y yo, cara a cara. Después de tanto tiempo.

«Mi padre te aguarda» – le escuché murmurar a Yussuf. Asentí quedamente y seguí evadido en el panorama.

«Él nos pidió que te recibiéramos. A su edad nos conveniente que venga a la ciudad» – concluyó, y se sumió en un mortal silencio. Le miré fijo por un momento, pero no le respondí. No tenía palabras para él, y sólo me interesaba lo que podía decirme su padre. Me di cuenta de que habíamos salido de los límites de Alejandría, quizás desde hacía un buen rato. El auto aceleraba veloz por una ruta asfaltada, devorando los kilómetros. «La ruta 11. La que va a Abu Roash. El lugar del maltratado Dyedefre.» – pensé. Estaba dejándome llevar por los acontecimientos, como lo fue entonces. Dejándome arrastrar en el abrazo sedoso del aspid.

Recorrimos mucho trecho. Cuando la espesa noche empezó a deshilacharse en claridades, cuando la noche comenzó a entibiarse, Yussuf me señaló el horizonte, extendiendo el brazo y apuntando con el índice.

«Mira. Las pirámides» – dijo, con un suspiro interior, como una congoja emotiva nacida de su propia alma.

«Siguen siendo hermosas» – acoté. Me quedé siguiendo con la vista a las pétreas geometrías sagradas, y me invadió una sensación indescriptible. Porque, por un segundo, me pareció verla a la vera del camino, a ella, a Alejandría, que me miraba mientras la miraba; ella y yo, mirándonos el uno al otro, sin vernos. Pero solamente fue una impresión fugaz y distante, como si hubiera sido a lo lejos. Por el rabillo del ojo observé al imperturbable Yussuf, quien se limitaba a manejar y no parecía dispuesto a seguir charlando. Y yo no manifestaría mi estupefacción por el espejismo que había tenido recién. Alejandría no era para compartir. No lo fue nunca y por eso Julio César y Marco Antonio enloquecieron por amor y murieron de amor. Cleopatra fue sólo mía en aquel sueño milenario, y únicamente la Historia dijo que fue de ellos. No, no la expondría ante nadie. NI siquiera ante los más confiables. Ni siquiera a los desconocidos confidentes que me acompañaban. En ese momento, me di cuenta de que Yussuf había virado hacia la derecha y tomado un camino de tierra mejorada, hacia el desierto. Allá en la distancia se veía la pirámide escalonada de Saqqara, y aquí cerca la entrada a un villorrio dormido y desolado. El auto se detuvo a unos cincuenta metros de la primera casa que lindaba con la entrada a la aldea de solares con muros blanqueados y palomares grises. El gorgojeo de las palomas me resultó extraño e incesante, como si dieran la bienvenida con alharacas extáticas a una aparición fantasmagórica.

Otee el panorama enfrente de mí. Miré a Yussuf. El también me observaba. Con una ligera sonrisa flotando en sus labios, cabeceó hacia adelante, como instándome a ver. Al girar la cabeza, le vi. Estaba parado como una sombra iluminada por el vano de la puerta abierta. Le vi, encorvado sobre un bastón, envuelto en su albornoz marroquí. Me miraba. No miraba tan sólo en nuestra dirección; sentí que me miraba solamente a mí, a pesar de la distancia. Yo apenas le distinguía como una silueta oscura. Sentí que él miraba hasta mis pensamientos; o, peor, que escrutaba hasta mi alma. ¡Oh, Dios, qué encuentro! Miré nuevamente a Yussuf. Permanecías sonriendo y volvió a sacudir su cabeza en un gesto amablemente imperativo. Voltee otra vez hacia el personaje, y… ¡por Dios!, ya no estaba en el umbral de la casa, ¡estaba a diez metros del automóvil, y en la misma postura! ¡¿Cómo?! Abrí la portezuela del auto y me apee sin pensarlo, sin dejar de mirarle. El hombrecito seguía en la misma posición, apoyándose en su bastón. Giré pasmado hacia Yussuf, buscando una explicación, quien, por tercera vez, volvió a cabecear sonriendo. Y al volverve, ¡tenía al sujeto a apenas unos pasos de mí! Él sólo pareció temblar ligeramente, abrió la mano con la que empuñaba el bastón y lo dejó caer. ¡Y el palo siseó! Siseó, se contorsionó en el aire un par de veces, antes de tocar el suelo, y se desvaneció zigzagueando bajo la arena.

«Iy em hotep, Iy em hotep» – exclamó el viejo con voz cascada, y le comprendí: «Bienvenido en paz». Me sonaba tan familiar.

«Em hesi ni necheru nebu, imi-iawe-nofre«, contesté, con la seguridad de quien sabe que ha regresado al hogar: «Con el favor de los dioses, quien-tiene-una-vejez-perfecta». El saludo entre quienes saben las cosas.

Era el regreso, ya no tenía dudas. Ellos eran los fieles y yo su pastor. El látigo y el cayado se empuñarían nuevamente. La reina del Nilo volvería a caminar lánguidamente por los jardines. Alejandría, blanca y ostentosa. Reflejándose en el espejo del Mediterráneo espumoso con su manto estelar fulgurante, volvería a ser llamada por su nombre divino, Jaubaues, «Miles son Sus Manifestaciones». Miré al cielo estrellado sobre el fondo de la negra nocturnidad, y vi todas sus brillantes manifestaciones. Mi rostro brilló como el de Los Brillantes que están en la Sala del Juicio. Era feliz.

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