Acerca de la identificación de las momias reales del Antiguo Egipto
Por Jorge Roberto Ogdon
16 abril, 2006
Modificación: 25 abril, 2020
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El acceso de los egiptólogos de fines del siglo XIX al escondrijo de las momias soberanas en Deir el Bahri, en el año 1881, se debió en especial a la confesión de un ladrón de tumbas, miembro de la familia Abd el-Rasul, que admitió sus delitos bajo la presión insoportable a la que le sometió el mudir Daud de Luxor.

El primer descubrimiento: el escondrijo DeB 320 de Deir el-Bahari

Durante las torturas a la que fue sometido, el pillastre delató a sus familiares e indicó el sitio de donde, desde 1875, venían obteniendo su luctuoso botín, que vendían sin tapujos en el mercado negro de antigüedades de Tebas a los ricos turistas europeos y americanos, sacando jugosas ganancias.

Había antecedentes ya en 1880 de la circulación de antigüedades ilícitamente conseguidas, a partir del relato de unos turistas a los que se les había ofrecido, en Tebas, ciertos artículos como estatuillas e incluso un ataúd con su momia, que, como no sabían cómo sacar de Egipto, no adquirieron. Para julio de 1881 el coleccionista americano Baton compró un papiro del Libro de los Muertos de una sacerdotisa de Amón de la Dinastía XXI, de gran belleza y prácticamente intacto, e, ignorando y sorteando las leyes vigentes sobre antiquités y los obstáculos aduaneros, lo llevó de regreso a su país, en donde consultó a un especialista que confirmó su importancia y gran valor histórico, resultando ser el ejemplar confeccionado para la reina Nodyemet de esa dinastía egipcia. Fue ese estudioso el que dio el alerta a Gastón Maspero acerca de lo que sucedía bajo sus narices, quien, a la sazón, era el Director General del entonces) Servicio de Antigüedades de Egipto, que tomó buena nota del caso.

Un asistente de Maspero, haciéndose pasar por un rico turista, se alojó en un lujoso hotel de la región de el-Qurna, adonde le habían indicado en los bazares de Luxor que conseguiría “verdaderas antigüedades”, y hecho un generoso dispendio de dinero como para ser considerado un potencial cliente, luego de que todas las gestiones oficiales chocaran con un muro de silencio entre los pobladores de la zona. Haciéndose conocer por su fortuna y deseos de adquirir objetos auténticos, los comerciantes clandestinos empezaron a presentarse ante él, hasta que uno le ofreció una estatua que, a los expertos ojos del investigador, era una pieza de la Dinastía XXI y, por ende, debía proceder de la misma tumba que el papiro de Baton.

Siguiendo una astuta estrategia para descubrir el asunto, al principio se negó rotundamente a comprar la estatua, aduciendo que estaba interesado en joyas, por ejemplo, pero luego del regateo oriental habitual, terminó por acceder, y, ese mismo día, pudo conocer, a través del vendedor, a la familia Abd el-Rasul, en donde se le enseñaron algunos objetos de poca monta. Pero el hilo de la cuestión ya estaba atrapado.

Luego de un tiempo prudencial durante el que se granjeó la confianza de la familia de ladrones de tumbas, le fueron ofrecidas piezas de una mayor importancia, entre las que, de nuevo, reflotaba a la luz una momia de la Dinastía XXI como fuera el caso en 1880. Inmediatamente se produjo la detención y arresto de los traficantes, quienes fueron sometidos a interrogatorio por Maspero y Emil Brugsch en persona, pero “Rasul negó todas las acciones que le imputé en base a los testimonios de los turistas y que caían bajo la acción de la ley penal; a saber, excavaciones clandestinas, venta ilícita de antigüedades y violación de féretros de la propiedad del Estado egipcio”. Como saqueador de sepulcros que era, Rasul fue a parar a manos de la policía estatal. En ese momento, el interrogatorio fue conducido por el mudir de Tebas, llamado Daud, quien sometió al traficante y sus familiares al expeditivo método de la tortura y el terror, pero nadie decía nada. Hasta que hizo comparecer al reo una tarde en la que tomaba un baño en una tina de la que sólo sobresalía su cabeza del agua; con feroz mirada, le tuvo ante sí durante unos minutos, sin decir palabra, pero mirándolo fija y salvajemente, para luego sacarlo de su presencia. Después de unas semanas, luego de haber sido liberados por falta de méritos, el ladrón pidió hablar con el mudir para terminar confesándole parcialmente todo lo que sabía. Esta vuelta, Maspero envió a Brugsch para que el sujeto le guiara hasta la “cueva del tesoro” de la que había vivido la villa de el-Qurna durante los últimos seis años, previo pago de 500 libras egipcias, que representaron la entrega de un paquete con cuatro vasos canópicos de la reina Ahmose-Nofretari (comienzos Dinastía XVIII), y tres papiros de reinas del Tercer Período Intermedio.

Un caluroso día y a lomo de burros, Brugsch fue conducido por el “arrepentido” hasta el anfiteatro de Deir el-Bahari, a través de estrechos pasos y repliegues de la montaña. Por fin, en el escarpado terreno le fue señalada una abertura en la roca, que descendía hacia las entrañas de la tierra a lo largo de once metros, a cuya terminación había un corredor de setenta metros de extensión que desembocaba en una gran cámara de ocho metros cuadrados de superficie. A partir de allí arrancaba otro corredor de ochenta metros de largo. Cuando Brugsch entró por primera vez, el recinto no se encontraba vacío; a la luz de una vela que empuñaba en su mano, vio un ataúd, y luego otro,… y otro. Desparramados por el suelo había toda clase de contenedores con estatuillas, jarras y otros objetos similares. Al pasar a la cámara misma, no pudo reprimir su asombro: ataúdes, momias y numerosos tesoros llenaban su vista a donde la pusiera; bajo su escasa iluminación alcanzó a descifrar los nombres más famosos de los faraones de Egipto: ¡Amenofis I aquí!… ¡Tutmosis II allá!… Todos, todos los grandes reyes se encontraban en sarcófagos antropomorfos: Tutmosis III, Seti I, Ramsés II… Brugsch no salía de su sorpresa y recorría, como un niño excitado y encantado, las paredes contra las cuales los ataúdes estaban apoyados. Por dos horas se entretuvo yendo de un lugar al otro, leyendo las inscripciones, con plena satisfacción de arqueólogo más que afortunado por su suerte.

A la mañana siguiente se contrataron a trescientos obreros bajo control policial; Las tareas fueron duras bajo una desagradable temperatura que orillaba los 35° C, pero fue hecha con ahínco y entusiasmo entre los escombros y la polvareda. El lote completo, aparte de treinta y dos ataúdes y momias de reyes, reinas, príncipes, dignatarios y sacerdotes – amén de todas las que carecían de un contenedor -, contabilizaba numerosas cajas con estatuillas, jarras canópicas y para ungüentos, cestos con fruta y vajilla diversa; vasos de cristal, pelucas, lienzo para vendas e innumerables objetos variados y de pequeño tamaño.  Entre los cofres había algunos que eran tan pesados, que debieron ser retirados por equipos de hasta catorce hombres; recién después se dieron cuenta que se debía a que eran sarcófagos dobles, y de allí la razón de su excesivo peso.

La primera catalogación de los restos mortales de los ocupantes del escondrijo de Deir el-Bahari (número de registro entonces asignado: DeB 320) se la debemos al propio Brugsch, quien la dividió según que las momias fueran de la XVII, XVIII, XIX, XX o XXI dinastías. Las primeras diecinueve entradas de su registro corresponden a soberanos y reinas de las tres primeras dinastías del Reino Nuevo; a saber:

  1. Ataúd y momia del rey Seqenenre Tao II. XVII (*)
  2. Ataúd de la nodriza de la reina Ahmose-Nofretari, Raay. XVIII. Contenía la momia de la reina madre Irienes (Ansri). XVII.
  3. Ataúd y momia del rey Ahmosis. XVIII.
  4. Ataúd gigante (3,17 mts de largo) con el equipo y la momia de la reina Ahmose-Nofretari, esposa de Ahmosis y madre de Amenofis I. XVIII.
  5. Ataúd y momia de Amenofis I. XVIII.
  6. Ataúd y momia del príncipe Sa-Amón (Siamón), hijo de Ahmosis. XVIII.
  7. Ataúd y momia de la princesa Sat-amón (Sitamón). XVIII.
  8. Ataúd del mayordomo de la reina, Senu. Sin momia. XVIII.
  9. Ataúd y momia de la princesa Sat-ka (Sitka). XVIII.
  10. Ataúd y momia de la reina Henutetimhu, hija de Amenofis I. XVIII.
  11. Ataúd de la princesa Mashentetimhu, hija de Amenofis I. Sin momia. XVIII.
  12. Ataúd del rey Tutmosis I. XVIII. Contenía la momia del rey Pinodyem I. XXI.
  13. Ataúd y momia de la reina Ahhotep II. XVIII.
  14. Ataúd y momia del rey Tutmosis II. XVIII.
  15. Pequeña caja de madera con guardas de marfil e inscripciones a nombre de la reina Hatshepsut. XVIII. Contenía su higado momificado.
  16. Ataúd y momia (quebrada en tres partes) del rey Tutmosis III. XVIII.
  17. Ataúd del rey Ramsés I. XIX. Contenía una momia no identificada.
  18. Ataúd y momia del rey Seti I. XIX.
  19. Ataúd y momia del rey Ramsés II. XIX.

(*) Nota bene: los números romanos indican la dinastía a la que son atribuibles los restos. Sólo se brindan las primeras diecinueve entradas del registro de Brugsch.

Con la mente bullendo de interrogantes sobre los motivos del destino último e inesperado de los más ricos y recordados reyes de la historia faraónica, Brugsch estaba entusiasmado ante tan magno hallazgo. El resto del material no era nada despreciable tampoco, y le ayudó mucho a develar el misterio. Entre éste se contaban los sarcófagos y cadáveres de varios reyes y reinas de la Dinastía XXI (e.g., Pinodyem II, Nodyemet, Henuttauy, Masaharta, y otros más), sin contar a escribas, sacerdotes y cantantes del dios Amón, todos datados en esa época.

El traslado del contenido del escondrijo fue custodiado desde la entrada al mismo hasta el curso del Nilo por la policía militarizada, en donde aguardaban las barcazas que lo llevarían remontando el río hasta El Cairo. Si bien es una anécdota recordada un millón de veces, vale la pena recordar la actitud adoptada por los pobladores de la zona, quienes acompañaron al cortejo de los ataúdes y sus momificados restos con letanías y lamentos al mejor estilo de los antiguos egipcios.  En base a este episodio de la arqueología de Egipto y de la reacción de sus actuales habitantes por el traslado de los faraones de su tierra nativa, fue que se filmó, en 1969, una de las mejores películas egipcias que mayor repercusión obtuvo en su país y el extranjero, llamada “La noche de contar los años”. Las momias, primeramente, fueron conducidas y depositadas en el Museo de Bulaq, y recién se mudaron al actual Museo Egipcio de El Cairo en 1902, en donde, actualmente, cuentan con una sala especial destinada a su conservación.

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