Un batallón de ingenieros del Ejército se ha movilizado para levantar en la planicie de Guiza la escenografía de la ópera más popular de Giuseppe Verdi. Todos los años por estas fechas, los amantes de la ópera se congregan cerca del Nilo para ver a la desdichada Aida morir en los brazos de Radames. Entre el público que asistió a la función de ayer unas 4.000 personas- había personajes que parecían arrancados de una viñeta colonial.

Como aquel señor de levita negra, que presenció el primer acto de pie, como si se cuadrara ante Giuseppe Verdi. O Ariadne Niarchos, una de las nietas del magnate griego Stavros Niarchos, que no paró de sollozar durante todo el espectáculo. Ariadne sujetaba los binoculares con una mano y con la otra un pañuelito para secarse las lágrimas. De los devotos de Aida no se puede esperar otra actitud, ya que esta obra destila un romanticismo clásico, en el cual el amor no es verdadero si no envuelve una tragedia.

En verdad, la esclava etíope y el jefe de la guardia egipcia no conocieron un momento feliz hasta que la muerte los liberó de su agonía.

A los neófitos se les suele advertir que la ópera es un género pasado de moda. De un patetismo que no cuadra con una época como la nuestra, en que los sentimientos se relativizan o se adulteran. Pero ni el espectador más cínico puede sustraerse del embrujo y el encanto de una Aida que se interpreta a cielo abierto y con las pirámides dramáticamente iluminadas sirviendo de telón de fondo.

Sirva de testimonio el hecho de que Susan Mubarak, la esposa del presidente egipcio, no se movía en su silla, cautivada por la magia de la función. La primera dama llegó acompañada de un séquito de ministros y de la infaltable legión de los hombres de seguridad.

La ópera más conocida de Verdi se estrenó en diciembre de 1847 en El Cairo y desde entonces se ha representado la mayoría de las veces en Egipto, que es el país donde transcurre la trama. Este año Aida se encuadra en los actos con que Egipto saluda al nuevo milenio. De ahí que el legendario montaje tenga unas dimensiones, valga la analogía, faraónicas. Un batallón de ingenieros del Ejército se movilizó para levantar en la planicie de Guiza una tarima en forma de sol radiante, sobre una área de 4.200 metros cuadrados. A parte de representar al símbolo más venerado de la mitología egipcia, este sol quiere asemejarse a un ovni, a un icono propio del 2000.

Un sistema hidráulico mueve las diferentes piezas del mastodóntico escenario de manera que a veces da la sensación de que la mole de la pirámide de Keops navega sobre la arena. Las tonalidades del vestuario cambian según las pasiones que muestran los actores.

En el acto en que el rey de Etiopía, Amonasro, acude al rescate de su hija Aida, cautiva en la corte del faraón, los atuendos tienen un brillo luciferino. Cuando Radames expresa su amor todo se tiñe de púrpura. Otra novedad este año es que por primera vez una artista egipcia protagoniza la heroína.

Se trata de Imán Mustafá, quien comparte ese rol a lo largo de las cuatro funciones con Silvye Valayre y con Lucía Mazzaria. ¿Por qué el papel de la esclava etíope debe repartirse entre tres vocalistas? «Porque el esfuerzo que requiere esta interpretación equivale a sostener un piano sobre las cuerdas vocales», explica Mustafá.

¿Se identifica con el roll que le toca interpretar? La soprano sonríe, adoptando un aire misterioso: «Todos hemos tenido algún amor contrariado, pero jamás tan desgarrador como el de Aida. Confieso que he tenido que ejercitarme mucho para que no se me anude la garganta». Imán Mustafá admite que esta interpretación ha sido la cúspide de su carrera. Lo mismo admite el director de escena, Abdel Moneim Kamel, quien en la víspera del estreno no logró conciliar el sueño. «Nunca había caído una responsabilidad igual sobre mis hombros. Los más importantes críticos de la ópera han venido a ver cómo lo hacemos. Imagínese…».

Fuente: El Mundo
http://www.el-mundo.es/1999/10/15/ultima/15N0132.html