La existencia de una “maldición” para los profanadores de lugares sagrados egipcios -y de forma particular, las tumbas faraónicas- es muy anterior al descubrimiento de la tumba de Tutankhamón y al propio desarrollo de la egiptología como actividad científica. Semejante creencia tiene sus raíces en la literatura árabe y en sus muchos admiradores occidentales. Sin embargo, como en tantos otros ámbitos, el hallazgo de Howard Carter en el Valle de los Reyes iba a significar una auténtica convulsión.
Una novelista británica, Marie Corelli, fue de las primeras en relacionar la maldición con el descubrimiento. “La muerte llegará volando sobre aquellos que profanen la tumba de un faraón”, escribía en una carta publicada en el New York Times a finales de marzo de 1923. Dos semanas después, la carta de Marie adquirió una gran trascendencia, pues su presagio parecía haberse cumplido: Lord Carnarvon, el mecenas de Carter, moría el 5 de abril de 1923.
Hasta aquí, los datos. A partir de esta muerte, se desató la leyenda. Tan sólo habían transcurrido unos meses desde el descubrimiento de su tumba, y el faraón Tutankhamón ya empezaba su venganza. “Extraños” fenómenos acompañaron el fallecimiento del Lord. Las luces de El Cairo -se dice- se apagaron inexplicablemente. Más aún. En Inglaterra, la perra terrier de Carnarvon, Susie, dio un aullido y cayó muerta.
El público, azuzado por la prensa amarilla británica, prefirió olvidar que Carnarvon estaba gravemente enfermo desde un accidente de automóvil sufrido años atrás, que sus sucesivos viajes a Egipto se debían a esa causa, y que fue una picadura de mosquito posteriormente infectada con una navaja de afeitar lo que acabó con su vida. En cualquier caso, esta muerte era un buen gancho periodístico.
Dado que Carnarvon había firmado en enero de 1923 un acuerdo exclusivo con The Times para informar de todos los hallazgos en el Valle de los Reyes, el resto de los periódicos encontró en la leyenda de la maldición un terreno abonado para todo tipo de elucubraciones. Noble causa a la que no faltaron plumas tan ilustres como la de Arthur Conan Doyle, el padre de Sherlock Holmes. Doyle, gran aficionado al esoterismo, no dudaba en proclamar a los cuatro vientos que la muerte de Carnarvon se debía a la sangrienta venganza del faraón. El Daily Mail, otro tabloide londinense, echó mano de un reconocido arqueólogo, Arthur Weigall, tan reconocido como feroz rival de Howard Carter, para propalar la especie de que sucedían cosas “extrañas”.
De este modo, y de un modo bastante veloz, se gestó y nació la auténtica maldición para Howard Carter: los excesos de una prensa ávida de historias para contar, a la que la exclusiva firmada con The Times impedía el acceso a la tumba. Este acuerdo, que en su momento parecía una jugada hábil y una buena marea de obtener financiación para los trabajos arqueológicos, al final se reveló en un verdadero desastre. La prensa egipcia lo consideró ofensivo, y arremetió en contra. El resultado fue que el equipo de arqueólogos que trabajaba en el Valle de los reyes, y Howard Carter de forma particular, tuvieron que sufrir presiones y el acoso incesante de los periodistas. Una tensión que se incrementó hasta tal punto que el gobierno egipcio tomó cartas en el asunto e intentó romper el monopolio informativo del Times.
La situación alcanzó un punto crítico el 12 de febrero de 1924, poco después del levantamiento de la tapa del sarcófago y con ésta peligrosamente colgada de unas cuerdas. Harto de lo que estaba sucediendo, Carter llevó a cabo una antigua amenaza: cerró la tumba y fijó un cartel en el vestíbulo del Hotel Winter Palace de Luxor, que decía: “Debido a las inadmisibles restricciones y descortesías del Ministerio egipcio de Obras Públicas y su Servicio de Antigüedades, todos mis colaboradores, como protesta, se han negado a proseguir las investigaciones científicas en la tumba”. El resultado fue que Carter perdió su concesión de excavación, aunque la recuperó unos meses más tarde para proseguir su meticulosa labor en la tumba.
Así las cosas, la muerte de cualquiera que hubiese tenido la más mínima relación con Howard Carter, Lord Carnarvon o el descubrimiento, se relacionó con la terrible venganza de Tutankhamón. Parece que el hermano menor de Carnarvon murió en septiembre de 1923. Arthur Mace, mano derecha de Carter, falleció antes que se terminara la excavación de la tumba. El egiptólogo francés, Georges Bénédicte, murió como resultado de una caída tras visitar la tumba. El magnate del ferrocarril americano, Jay Gould, murió de neumonía después de recorrer la tumba. El radiólogo Archibald Douglas Reed murió inesperadamente cuando viajaba a Egipto para examinar con rayos X la momia del rey. Richard Bethell, secretario de Carter, murió en extrañas circunstancias en el Bath Club, en 1929. Su padre, Lord Westbury, que nunca había visitado la tumba pero que poseía una pequeña colección de antigüedades egipcias, se suicidó poco después y se cuenta que en su entierro el coche fúnebre atropelló a un niño de 8 años (edad aproximada de Tutankhamón al subir al trono).
Howard Carter afirmó que quien creyera en esas historias no tenía una mente razonable y, de hecho, la investigación egiptológica ya en aquellos momentos desveló la falacia de la supuesta “maldición”. Y en 1934, Herbert E. Winlock, realizó una contundente estadística. De las 26 personas presentes en la apertura de la tumba, sólo seis habían muerto una década más tarde. De las 22 que habían sido testigos de la apertura del sarcófago, únicamente dos habían fallecido. Las diez que habían asistido al desvendaje de la momia seguían vivas.
Pero eso no es todo. El propio Howard Carter murió en 1939, a la edad de 64 años. Harry Burton, el fotógrafo, en 1940. La hija de Lord Carnarvon, Lady Evelyn Herbert, nacida en 1901 y una de las primeras en entrar en la tumba, murió en 1980. Alan H. Gardiner, que estudió las inscripciones de la tumba, abandonó este mundo con 84 años. D. E. Derry, que practicó la autopsia al joven faraón, murió en 1969 a la venerable edad de 87 años.
Como vemos, pues, las personas más próximas al auténtico descubrimiento no sufrieron, al menos en apariencia, los perversos efectos de maldición alguna. Pero la semilla de la maldición, por mucho que desagradara a Howard Carter, ya había sido sembrada. Dado que el Times mantuvo una posición privilegia hasta 1925, el resto de la prensa que no quería quedar apartada de Tutankhamón y de la fascinación que provocaban sus tesoros, continúo concentrándose en invenciones fantasiosas y en chismes, consiguiendo esquivar la exclusiva y hablar, indirectamente, de un descubrimiento arqueológico que era cada vez más popular y levantaba más pasiones. La “Tutmanía” hacía que se vendieran periódicos, atraía a turistas hasta el Valle de los Reyes y su efecto se dejó sentir en ámbitos como la moda, el teatro, la literatura, la publicidad, la joyería…
De modo que Howard Carter fue víctima de una prensa ávida de noticias llamativas para hacer más atractivos sus periódicos; víctima de los efectos inimaginables de una exclusiva que iba a ponerle en situaciones realmente tensas ante el Servicio de Antigüedades de Egipto y especialmente ante su director, Pierre Lacau; víctima de las multitudes de turistas que movidos por la curiosidad llegaban hasta el Valle de los Reyes e interferían en el delicado trabajo; víctima de su propio desánimo al comprender que iba a dedicar toda la vida a un trabajo que, inevitablemente, quedaría inacabado; víctima de la constante preocupación para conseguir fondos que garantizaran la continuidad de sus trabajos; víctima de los rumores de una maldición que consiguió eclipsar ante la opinión pública el hecho de que la tumba de Tutankhamón era un hallazgo sin parangón y de estudio tan complejo que los resultados científicos y la publicación de los objetos, aún a día de hoy, más de 90 años después del hallazgo, aún están sin explorar y concluir del todo. Un descubrimiento deslumbrante y magnífico que implicó un trabajo gigantesco para sus descubridores y muy especialmente para Howard Carter, hasta convertirse en una tarea ingrata, obsesiva, desesperante e incomprendida. Puede que todas esas sí sean maldiciones, pero todavía parece más turbador el hecho de pensar que aunque conocemos su tumba y su rico ajuar, y a pesar de que podemos curiosear hasta en sus objetos más íntimos, Tutankhamón sigue siendo en muchos aspectos un personaje enigmático y desconocido, y parece que inevitable fuente de irresolubles controversias. Tal vez, esos vacíos, esos interrogantes, esas controversias, constituyan la verdadera y definitiva maldición que rodea a Tutankhamón. Tanto es así que casi parece que las únicas palabras que resultan irrefutables sobre Tutankhamón son las que pronunció el propio Howard Carter: “de él solo sabemos con seguridad que murió y fue enterrado”.
Ver este artículo en el Boletín Informativo de Amigos de la Egiptología:
Las maldiciones de Tutankhamón, BIAE 77, Peret (Abril 2015), páginas de 27 a la 29. Descarga el BIAE 77:
Autora Susana Alegre García