El origen colonialista de la egiptología. La expedición napoleónica y sus consecuencias
Por Jorge Roberto Ogdon
24 mayo, 2006
Modificación: 21 abril, 2020
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Pero así como mucha gente culta se había interesado por los logros inusitados de la expedición napoleónica a Egipto, también había despertado un sentimiento indeseable; la avidez por hacerse con su pasado material, de apropiarse de la antigüedad egipcia, representada por su legado material. Algo que sólo podía lograrse por el saqueo y el pillaje indiscriminado de la antigua cultura faraónica, actividades que fueron toleradas, y hasta diríamos que alentadas, por los propios egipcios modernos durante el gobierno de Mohamed Alí, entre 1805 y 1849, quien, en aras de la modernización de su país, poco se preocupó de preservar su pasado. Para él, las antigüedades fueron una herramienta para granjearse la buena voluntad y los favores de las potencias europeas, y, en dicho tráfico, los cónsules establecidos en Egipto jugaron un papel fundamental. Debido a su envidiable posición para conseguir la autorización de Alí para emplear mano de obra y remover la tierra egipcia en la búsqueda de  “obras de arte”, ya que tanto el suelo como la gente eran propiedad única y absoluta del Virrey. A cambio, los cónsules intercedían ante sus respectivos gobiernos para que se adquiriera la maquinaria destinada a la naciente “industria egipcia”, con el consiguiente doble negocio en su favor.

Mohamed Alí (1805 -1849)

Mohamed Alí (1805 -1849)

De este modo, cónsules generales como Anastasi (por Suecia y Noruega), Drovetti y Sabatier (por Francia) o Henri Salt (por Inglaterra), primero que nada obtenían el firmán de Mohamed Alí, luego reclutaban “agentes” entre los europeos que buscaban ganarse la vida en Egipto, quienes, a posteriori, exhumaban o adquirían por cualquier medio posible los objetos y monumentos que después embarcaban rumbo a Europa. Basta recordar el desempeño de uno de estos “diplomáticos del saqueo” para tener un cuadro de todos ellos: Drovetti, un piamontés naturalizado francés, había sido coronel en el ejército de Bonaparte en 1798, y había salvado la vida del general Murat en esa oportunidad. Agradecido, el favor de Murat le valió regresar a Egipto, en 1803, en calidad de Vice-Cónsul, para terminar siendo el cónsul general de su país, en 1810, posición que reforzó sus vínculos con el Virrey albanés. En 1814, con el advenimiento de Luis XVIII, perdió su cargo, pero lo recuperó poco después de la ascensión de los Borbones, entre 1820 y 1829, lo que, de nuevo, afianzó sus lazos con el trono egipcio. A todo esto, Drovetti nunca abandonó El Cairo, en donde, durante sus años fuera del servicio diplomático, continuó actuando como un “coleccionista de antigüedades”, favoreciendo su actividad favorita: a diferencia de otros cónsules, a él le encantaba participar personalmente de la expoliación de antiquités, como daba en llamarles, dirigiendo las depredaciones. Su “agente” preferido, por lo hábil y prolífico, era un escultor marsellés de nombre Jean-Jacques Rifaud, quien llegó a Egipto como un buscavidas más y terminó al servicio exclusivo de Drovetti; tuvo la dudosa fama de esculpir su nombre en cada monumento que caía en sus manos.

El templo de Karnak, según David Roberts

El templo de Karnak, según David Roberts

A medida que la colección de antigüedades rejuntada por Drovetti crecía y crecía, en el patio del consulado, se la ofreció a Luis XVIII para el Museo del Louvre, pero el monarca se negó a adquirirla por considerar que su precio era exageradamente elevado, y así la “Primera colección Drovetti” fue a manos del rey de Piamonte, Carlos-Félix, quien pagó 400.000 liras para el Museo de Turín, que fue el primer museo europero en contar con una colección egipcia de primer orden. Alentado por esta primera transacción, Drovetti redobló sus esfuerzos por juntar otra colección, la que, otra vez, ofreció al rey de Francia, que esta vuelta era Carlos X, y que, asesorado por Champollion, la terminó comprando por 200.000 francos para el Louvre, y que se constituyeron en su fondo mayoritario de piezas egipcias actuales. Finalmente, Drovetti reunió otro conjunto de objetos que, en 1836, terminó vendiendo por 36.000 francos al rey de Prusia, quien fue asesorado por Karl Richard Lepsius, que formó el núcleo central del Museo Egipcio de Berlín.

Todas las colecciones de los grandes museos europeos tuvieron idéntico o similar origen: el pintor inglés Henri Salt, luego de su recorrida por el Medio Oriente haciendo las ilustraciones para los libros de los turistas ingleses, fue nombrado cónsul general de su país, en 1816, y, tomando nota de la actividad de Drovetti, decidió imitarlo. Como él, juntó tres “colecciones”: la primera fue comprada por el Museo Británico de Londres, en 1818; la segunda, por Carlos X de Francia, en 1824; y la tercera fue de nuevo al museo inglés, en 1827, luego de su deceso. La cantidad de objetos que integraban sus dos últimas colecciones dan una idea de la depredación sufrida por el país del Nilo: 44.014 y 1.083 piezas, respectivamente. Y recordemos que, por otro lado, una recorrida por estos grupos de objetos enseña que los cónsules preferían los de gran porte, como obeliscos, sarcófagos de piedra, estatuas de todo tipo, etc. No existía ningún proyecto, por más delirante que fuera, que no se considerase en todo detalle, ni se estuviera dispuesto a llevar a cabo, con tal de echarle el guante a las maravillas del Egipto milenario.

No debemos creer que el exacerbado “patriotismo” de los cónsules europeos por dotar a los museos de sus naciones – y, a sus bolsillos, de abultadas sumas de dinero -, fue algo exclusivo de ellos; bien por el contrario, los “egiptólogos ilustres” de esos tiempos no les fueron a la zaga, haciendo gala del mismo sentimiento. El prusiano Karl R. Lepsius, director de la campaña organizada por el rey de Prusia, entre 1842 y 1845, para estudiar los monumentos de Egipto, proveyó al Museo Egipcio de Berlín con no menos de dos sepulcros enteros, entre una innumerable cantidad de objetos menos voluminosos. Una anécdota que le involucra dará una idea de la competitividad entre “especialistas del saqueo” – aunque se disfrazaran de “científicos” -: el arquitecto e ingeniero francés Prisse d’Avennes, que ya entre 1829 y 1836 había trabajado para el gobierno egipcio, se había instalado, a partir de 1833, en Luxor, para dedicarse enteramente a la “arqueología”. En un momento dado, se enteró que Lepsius tenía la intención de desmantelar la Sala de los Ancestros o Cámara de los Reyes del Gran Templo de Amón en Karnak para llevarla a Berlín. Prisse se apresuró a desmantelarla por su cuenta, encajonó los bloques y los puso a bordo de un navío sobre el Nilo, rumbo a El Cairo, para enviarlos al Louvre. En el interín del trámite, se cruzó con la flotilla naval de su competidor, y Lepsius le hizo una visita de cortesía a bordo, en la cual le confió cuáles eran sus propósitos. El francés se cuidó muy bien en no decirle que las cajas sobre las que estaban tomando un café, ya contenían el ambicionado tesoro, y que su destino sería París y no Berlín.

El templo de Karnak, según David Roberts

El templo de Karnak, según David Roberts

El despojo de Egipto, como de tantos otros países, ya en aras de la Ciencia, ya en pos de la Fortuna, constituye una de las mayores violaciones cometidas en contra de la conciencia humana, pues implica un menosprecio absoluto por la capacidad de otras personas para interesarse y ocuparse de su propia Historia. Es todavía bastante frecuente encontrarse con cierto tipo de gente que piensa y opina que los egipcios actuales no sienten al Egipto faraónico como propio, sino que ese pasado sólo les representa ingresos de divisas por el turismo, y nada más; que los egipcios actuales son musulmanes y, por lo tanto, el Egipto faraónico no es parte de su Historia; que lo ven como algo remoto y que no vale la pena conservarlo o interesarse en él. Tales ideas deben descartarse de plano, pues si bien pudieron ser valederas en su momento, desde hace unas décadas han dejado de tener todo asidero, ya que los egipcios modernos han cambiado de actitud desde hace rato, ocupándose de ese pasado histórico, al que ahora ya sienten como totalmente suyo. Así, se ha incrementado grandemente la conciencia de que el pueblo egipcio, especialmente el campesinado, no es sino el descendiente directo de esta deslumbrante y brillante cultura que hace cinco mil años dio nacimiento a una de las civilizaciones más importantes de la Humanidad. De esta manera, Egipto ha redescubierto una parte fundamental de su Identidad Cultural, una que Occidente le había inculcado que no le pertenecía. Para Bonaparte, Egipto podía ser una colonia o una excusa para sus sueños imperialistas; que para nosotros no sea una “colonia cultural” por aceptar sin más una visión originada en el etno- y geocentrismo europeizante.

En este sentido, la Egiptología tiene el deber y la obligación de rescatar el pasado de Egipto para comprender mejor su presente. En una palabra, que Occidente entienda que existieron y existen otras formas de ver el Mundo, otras filosofías que lo hacen comprensible por otros caminos. Y que será tal aceptación y entendimiento el que ayudará a lograr la convivencia, la paz y la cooperación mutua entre los habitantes de la Tierra.

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