El hechizo del Nilo
Por Rosa Pujol
14 agosto, 2003
Modificación: 3 junio, 2020
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Aquel día había sido algo especial para Marta. Ella era guía de turismo y acompañaba a los grupos que hacían su crucero por el Nilo. Al recibir a los turistas aquella mañana, alguien dijo a su espalda:

-MMMMMM ¡Qué bien hueles!

Fue como una descarga eléctrica. Era así como solía saludarla Alberto, un antiguo amor que no llegó a fructificar, aunque se amaron intensamente. Las circunstancias adversas de la vida se encargaron de separarlos cuando su amor no había hecho más que empezar.

¡Y ahora estaba aquí! Casi no podía creerlo. Por el modo de latir su corazón cuando vio sus ojos, ella supo que su amor no estaba muerto…. sino dormido. Y él………. él tampoco parecía estar curado.

Tras las visitas de la mañana y el almuerzo, todo el grupo se había retirado a descansar, buscando el frescor del aire acondicionado de los camarotes. Marta estaba tumbada en su cama poniendo en orden sus ideas. Empezó a dejar volar su imaginación, y a maquinar mil maneras de encontrarse a solas con Alberto. Lo deseaba tanto……

Imaginó quedarse en cubierta por la noche de modo que él la viera y se quedara con ella. Se veía a sí misma apoyada en la barandilla del barco con Alberto frente a ella. Y él la abrazaba. Ella sentía como si sus manos fueran de fuego a través del finísimo tejido de su blusa. Marta percibía un leve temblor en él. Ella cogía la mano de Alberto y hacía que sus dedos acariciasen sus labios entreabiertos. Alberto la apretaba contra su pecho y la besaba con pasión.

Marta se revolvió en la cama, tratando de alejar esos pensamientos, y pensó que era mejor que las cosas transcurrieran de modo natural. Poco a poco se tranquilizó y se fue quedando dormida. E incluso soñó:

Ella era una sacerdotisa del Templo de Amón. Hacía tiempo que tenía un idilio secreto con un sacerdote de los llamados «puros» Sus profesiones no les permitían ir más allá en la relación. El no debía relacionarse con mujeres, y ella debía mantenerse virgen. Esa noche, en el transcurso de unos ritos muy largos y tediosos, ella se sintió mareada por el calor y el olor del incienso. Pidió permiso a su superior y salió del templo, sentándose frente al Nilo, con la espalda recostada en la pared exterior del templo. Respiraba hondo mientras contemplaba la luna reflejada en el agua. Una voz a su lado la hizo volver de su éxtasis.

-MMMMM ¡Que bien hueles!
-No debías estar aquí. Pueden vernos.
-Me da igual que nos vean. Yo ya no puedo más. Necesito amarte.
-Si nos ven, no podrás ser sacerdote.
-Me haré escriba o agricultor, pero quiero que seas mía

Diciendo esto, la tomó entre sus brazos. Ella temblaba de pies a cabeza, pero no ofrecía resistencia alguna. El hombre la besaba ardientemente en los labios, en el cuello, en los hombros. La respiración de la mujer era cada vez más agitada. Las manos de él dibujaban su cuerpo suave, apasionadamente. Se colaban por debajo de la túnica de ella buscando la calidez de su piel. La sacerdotisa, lejos de rechazarlo, estiraba su cuerpo y levantaba sus brazos ofreciéndose por completo. Él abrió el manto de la mujer dejando al descubierto la miel de su pecho. Ella sentía como si un ejército de mariposas rozaran su piel con las alas despertando todos sus sentidos. Sentía como se avivaba el deseo del hombre…….. y se abandonó totalmente.

En pocos minutos, las túnicas cayeron al suelo. Y ellos rodaron abrazados sobre la fresca y mullida hierba. Sus cuerpos se acompasaron. El la sintió vibrar, y ella se vio invadida por una oleada de cálido placer. La noche se encargó de mantener el secreto.

Marta entreabrió los ojos. Estaba empapada en sudor, y miró la hora. Vaya sueñecito he tenido, pensaba sonriendo. Al sentarse en la cama, algo llamó su atención. En la mesilla había una gorra, un paquete de cigarrillos, un mechero, y unas gafas de sol. Ella reconoció estos objetos. Eran de Alberto. ¿Qué hacían esas cosas en su camarote?

Con la mente confundida, se vistió rápidamente, y salió a cubierta con los objetos de Alberto en la mano. La gente aún dormía la siesta y el barco estaba desierto. Apoyado en la barandilla del barco estaba Alberto. Ella fue hacia él con paso decidido, aunque con cierta inquietud interior.

-¿Esto es tuyo? -dijo mostrándole lo que había encontrado.
-Claro -respondió él sonriendo -Por cierto, ya estaba echando de menos el tabaco.
-Y ¿cómo es que estaban en mi camarote? -preguntó Marta con voz temblorosa.
-Parece ser que hemos «soñado» lo mismo ¿no crees? -respondió él sonriendo.
-¿Qué …..qué quieres decir? -susurró Marta con los ojos bajos.

El le levantó la barbilla y la tomó de la cintura. Ella sentía sus manos de fuego en su espalda. Alberto miró los labios de la mujer y los acarició dulcemente antes de besarla. Luego le explicó:

-Es muy fácil. Yo llamé en tu camarote. Tu abriste y me dejaste pasar. Solo llevabas una toalla. El resto……bueno no creo que necesite explicarte nada. Nos hemos amado mucho, mucho, Marta. Ahora que te he vuelto a encontrar, nada ni nadie nos va a separar.

-Ah, por cierto. No sé que pasaría por tu cabeza cuando me decías que ya no podría ser sacerdote. Te puedo asegurar que jamás se me pasó esta idea por la mente. Y ahora……menos que nunca.

El Nilo, oro líquido en el que el sol de bañaba, fue de nuevo testigo de su amor.

Unos golpecitos en la puerta despertaron a Marta. Se sentó en la cama y miró instintivamente a la mesilla. Solo estaban su libro y sus gafas de leer. Todo lo anterior había sido un solo sueño, ciertamente extraño. Algo confusa abrió la puerta. Era Alberto que le pidió permiso para pasar. Ella solo llevaba una toalla alrededor del cuerpo. El resto……no creo que sea preciso explicar nada.

Definitivamente, Alberto no tenía la menor intención de ser sacerdote.

 

Autora: Rosa Pujol

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