En memoria de la más grande de las reinas: Nefertari Mery-en- Mut
Por Lydia Romagosa 
19 abril, 2003
Modificación: 3 junio, 2020
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Pese al calor, decidí descansar en la piedra de caliza situada a mi derecha. Posiblemente el Egipcio habría hecho lo mismo cien años antes, sin sospechar que ante él se encontraba el secreto que le permitiría comenzar su romance con la lengua jeroglífica.

La vista era arrebatadora. El grupo avanzaba, me quedé atrás, no me preocupaba quedarme allí sola, Ramsés me protegía.

Poco a poco la brisa se hizo más intensa y fresca, y mis ojos cedieron al cansancio acumulado. Frío, una sensación de frío y humedad en todo mi cuerpo. Sin pensarlo dos veces, entré en el templo; -qué extraño, juraría que dos guardias vigilaban las puertas…

La oscuridad reinaba allí, un velo se había cernido sobre Amón y sus hermanos. Ramsés iluminaba la sala. Mis pasos me guiaban. Una sala anexa, que había visitado hacía tan sólo unas horas y en la que se representaba al dios Thot, emanaba una luz intensa que me atraía de forma inconsciente. Entré. Allí, un hombre amarillo, con cabeza de ibis, mostraba tablillas a sus discípulos. Entre ellos me pareció distinguir a Sobek, Hathor, Mut y Jonsu. Mientras tanto, Apis examinaba papiros que Neftys le alcanzaba con afecto; la sala estaba llena de ellos.

Mi asombro era minúsculo en comparación con el de otro de ellos. Al volverme para mirar de nuevo el coloso de Ramsés, distinguí una figura en la parte posterior a la escuela de escribas. Sekhmet, la diosa leona, me miraba con aire amenazador; pese a ello, el pánico no se apoderó de mi, mis músculos no estaban tensos, sentía un bienestar desconocido hasta entonces.

La leona se acercó lentamente, contoneándose, sigilosa, recelosa de mis intenciones cómo yo empecé a estarlo de las suyas. Asió mi mano con sumo cuidado y me arrastró hacia un muro, el muro que Ptah confeccionaba eternamente. Su amada le dirigió una mirada de complicidad, giró su cabeza al tiempo que su cabellera se esparcía con vigor, e inmediatamente todos los presentes en la sala se unieron a nosotros.

El séquito formado por las divinidades era presidido por mi presencia, guiada a la vez por la mano de Sekhmet. Atravesamos el muro, no me dolió.

No recordaba haber visto u oído antes nada referente a aquella sala. En un altar, se hallaba un cuerpo tendido. A sus pies, Horus, tras su cabeza, Anubis, encima suyo, la diosa entre las diosas, Isis.

El rito parecía complicado. Bastet y Maat entonaban un cántico, interrumpido de tanto en tanto por Seth. Imhotep recitaba palabras milagrosas. Nos acercamos.
Sin decir una palabra, Anubis colocó mi mano sobre la frente del cuerpo. Le reconocí pese a su aspecto, no era azul ni nada de eso, era todo esplendor. Isis proporcionaba a su esposo protecciones mágicas y pasado unos breves momentos, me instó a ocupar su lugar. Vacilé.

Me sentí flotar sobre el vientre de Osiris. Sus ojos se abrieron, me miró, me perdí en ellos. No era Osiris, era EL.

Aquel que era hijo de los dioses, el llamado «El Grande», el que hablaba con Amón, mi idolatrado sueño. Yo ya no era yo. Mi piel se tersó, noté como mis pies se elevaban, mi mirada se alargó y mi corazón y mi mente crecían. Sus ojos derramaron dos lágrimas y me llevó en volandas hasta la otra edificación, mi templo…

Mi vida pasó ante mis ojos: nadando en las aguas del Nilo, visitando a la Reina Madre, rodando por la arena con Ramsés, abrazando a Merneptah… ¿Qué me sucedía? ¿Porqué mi amado me lloraba?

Suavemente me posó sobre una piedra. Estaba caliente. Mis hermanos Seth y Neftys fueron los últimos en marcharse. Ya sólo estábamos EL y yo. Me amaba. Se acercó a mi y su aliento y el mío se cruzaron por última vez. Yo ya no tenía aliento, estaba muerta.

Recuerdo cada instante como si acabase de suceder; soy Nefertari, reina eterna de Egipto. Vivo en mi propia muerte, con mis seres más queridos. Conozco el secreto de La Luz. Sé el nombre secreto de Ra. Él vela por mi desde su barca, ¿querréis hacer lo mismo vosotros?

 

Autora: Lydia Romagosa

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