Instrucciones finales
Por Marta Cinta Peña 
Creación: 8 marzo, 2005
Modificación: 3 junio, 2020
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Sus pasos sonaban a medida que iba pasando por el pasillo; el monótono ruido se perdía en la oscuridad de palacio, tan sólo iluminado por unas pocas antorchas.
Caminaba solo, saboreando cada uno de los instantes de aquel corto trayecto que comunicaba los jardines con su habitación. Sabía que no serviría de nada darse prisa, y que tampoco valdría la pena esperar más, ni intentar huir. Su destino estaba tramado hacía ya mucho tiempo, Osiris así lo había decidido. Él sólo podría sentarse a contemplar las estrellas que esa noche iluminaban el cielo, hasta que todo llegase a su fin.

Años atrás había presentido eso, al principio de manera inconsciente y de una manera más cercana a medida que iban transcurriendo los días primero, las semanas, los meses y por último los años. Había sido como el resplandor tenue de una vela, que en su comienzo apenas es visible, más tarde aumenta y, finalmente se apaga consumido por sí mismo, sin poder hacer nada contra ello, pues después de todo había sido su misma cera la que la había destruido.

Sí, exacto, ese era el más claro ejemplo de lo que le ocurriera tiempo atrás. Creía haber escogido bien a sus compañeros, a las personas en las que apoyarse cuando lo necesitara y a las que pedir consejo en los momentos de duda pero no había sido así, al menos eso estaba claro.

Uno a uno habían ido sucumbiendo, daban igual los motivos de su traición ya no podía hacer nada. A decir verdad no podría haber hecho nada nunca, todas las personas tienen un precio, todas acaban por ablandarse y cambiar de bando según las condiciones más favorables a ellos. No los podía culpar, quizás eso fuera lo peor, ni tan siquiera estaba enfadado, pensándolo bien, él hubiera hecho lo mismo.

El recorrido se acababa y con él sus últimos momentos, le daba miedo llegar allí, un temor extraño al saber qué ocurriría pero, sin embargo, no poder definirlo con claridad. Era un presentimiento, un vago pensamiento que su cerebro había alojado y se negaba a desechar.

En ocasiones había pensado que no tenía importancia, que no existía el problema, que el problema era él mismo y sus preocupaciones estúpidas que nacían de la nada.
Pero poco a poco ese extraño sentimiento se había tornado en algo lógico, totalmente obvio, tanto como que él era el faraón, el Señor de los Dos Tierras, Sehetepibre, que había reinado y reinaba, por triste que pareciera decirlo o expresarlo de esa forma, pues su reinado se estaba agotando.

Uno, dos, tres, contaba los últimos pasos como si de una carrera se tratase y él fuese el primero en llegar a la meta tras un interminable tramo.
Se detuvo en seco, no podía, en ese momento se sintió un cobarde, un asqueroso cobarde, pero aún así no podía, no deseaba que se acabase tan pronto, al menos no de esa forma. Tragó saliva e irguiendo la espalda levantó el pie derecho, a continuación el izquierdo, la mano sobre la puerta y… cerró los ojos.
Unos interminables segundos pasaron, ¿qué ocurría? Estaba completamente seguro, ¿por qué entonces en la habitación no había nadie? Aquello no tenía sentido.

Dio varias vueltas, comprobando cada uno de los objetos, todo estaba en su sitio.
Un pensamiento cruzó su mente, tan fugaz como un halcón que vuela sobre el Nilo en un día soleado, pero del que se aprecian cada uno de sus movimientos en un segundo. ¿Por qué no? Se dijo. Se sentó al lado de una mesa y asió un pincel; la tinta estaba preparada, siempre lo estaba. Con lentitud comenzó a escribir con trazos largos y finos sobre el papiro.

«Principio de la Enseñanza que hizo la majestad del rey del Alto y Bajo Egipto Sehetepibré, el Hijo de Re Amenemhat, justo de voz, cuando habló en una revelación a su hijo el Señor del Todo. Dijo:

«¡Álzate en gloria como un dios! Escucha lo que voy a decirte, para que puedas reinar en la tierra, gobernar las orillas y acrecentar el bienestar. Guárdate de los subordinados que (verdaderamente) no lo son, y por cuyo temor no se está alerta.
No te acerques a ellos mientras estés solo; no te fíes de (ningún) hermano; no conozcas amigo. No te crees íntimos, pues no hay beneficio en ello. Si duermes, guarda tú mismo tu corazón, porque el hombre no tiene partidarios el día de la desgracia. Yo he dado al pobre; he criado al huérfano. Hice que alcanzara (el bienestar) (?) tanto el que no tenía como el que tenía. Pero fue aquel que se había nutrido de mi alimento el que provocó querella; aquel a quien yo había dado mis brazos conspiraba por medio de ellos; aquel que vestía mi más fino lino me miraba como si fuera un necesitado; aquel que era ungido con mi mirra estaba derramando el agua que llevaba (?).

«¡Oh, mis imágenes vivientes, mis asociados entre los hombres… Hacedme un lamento funerario tal como jamás haya sido escuchado, un tremendo combate tal que jamás haya sido visto (?). Si se combate en la arena, olvidando el ayer, no habrá felicidad completa para aquel que ignore lo que debe conocer.
Fue después de la cena, cuando la noche había llegado. Yo había tomado una hora de reposo, tendido en mi lecho; estaba relajado, y mi corazón empezaba a seguir mi sueño. Entonces se blandieron las armas que debían protegerme.
Actué como la serpiente del desierto. Habiéndome despertado a causa de la lucha, me puse alerta. Descubrí que se trataba de una disputa de la guardia. Si rápidamente hubiera yo tomado las armas en mi mano, habría hecho que los cobardes se retiraran con una carga. Pero nadie es bravo en la noche. No puede producirse el éxito en ausencia de un protector.
Mira, el crimen sucedió cuando estaba sin ti, sin que aún se hubiera enterado la Corte de que yo te iba a entregar (el poder), y sin que aún me hubiera sentado (entronizado) contigo, de forma que te pudiera aconsejar. Porque yo no había previsto esto; no lo esperaba; mi corazón no se habla dado cuenta de la negligencia de la servidumbre. ¿Es que (alguna vez) han mandado las mujeres tropas?… ¿Es que (acaso) se crían rebeldes en la Residencia?… ¿Se deja fluir (quizás) el agua que destruye la tierra? (?)… ¿Se priva a las gentes del pueblo de sus cosechas?…

Desde mi nacimiento, el peligro no me había cogido de improviso; nada había igualado mis hazañas como héroe poderoso. He viajado hasta Elefantina, he regresado a las marismas del Delta. Me he alzado sobre los extremos de la tierra y he visto su interior. He alcanzado los límites del poderío por medio de mi fuerte brazo, en mis (distintas) etapas.
Yo era uno que producía el grano, querido de Nepri. Hapy me ha mostrado respeto en todas sus revelaciones. Nadie tuvo hambre en mis años; nadie padeció sed en (ellos). (La gente) se sentaba con lo que yo había hecho y se relataba de mí (?). Todo lo que yo decreté quedó en orden. He dominado a los leones; he atrapado a los cocodrilos. He sometido a los nubios y he capturado a los Medjai. Hice que los asiáticos hicieran la ‘marcha de los perros’ (?). Me construí una mansión adornada con oro, con sus techos en lapislázuli, las paredes en plata, los suelos en (madera de) sicomoro, las puertas en cobre y los pernos de bronce, hecha para la eternidad, preparada para todo tiempo.

Conozco porque soy su señor, el Señor del Todo.

Hay odio en las calles. El sabio está diciendo ‘Sí’, y el estúpido dice ‘No’; porque no hay quien pueda conocerse a sí mismo, privado de su rostro. ¡Oh, Sesostris, hijo mío! Ahora que mis pies se ponen en marcha, estás en mi corazón. Mis ojos te contemplan, hijo de una hora de felicidad, junto al pueblo del sol, que está adorándote.

Mira, yo he hecho el principio, y he ordenado para ti el final. Soy yo quien te ha dado la tierra a ti, que estabas en mi corazón; tú, imagen mía que llevas la corona blanca, progenie divina. El sello está en su sitio, tal como para ti decreté. Hay júbilo en la barca de Re. La realeza es de nuevo lo que fue en el pasado… erige monumentos, establece fortalezas… «»

Dejó el cálamo, estaba aterrado, asustado de sí mismo y de lo que acababa de escribir; sabía que era verdad, que pasaría tal y como lo había descrito.
Enrolló el papiro y lo guardó en un viejo arcón, junto con algunos antiguos juguetes de su hijo; él buscaría allí, estaba seguro de ello.
Fue a otro baúl y sacó todos los símbolos de su autoridad como faraón, incluso la doble corona; se los puso y se tendió en el lecho. De un momento a otro llegaría.
Miró distraídamente al techo y rememoró el día de su coronación, no pudo evitar una sonrisa.

Entonces se blandieron las armas que debían protegerle; el metal chocó produciendo un agudo sonido. Se levantó y cuidadosamente colocó la corona del Doble País sobre su cabeza.

De un golpe seco la madera crujió y la puerta fue abierta; durante un instante pudo ver la cara de su asesino; sus ojos se cerraron. El último pensamiento que cruzó su mente, antiguas palabras dichas tiempo atrás por un sabio llamado Merikare: “Faraón es aquel que multiplica los bienes y sabe dar fuerza. Faraón es el señor de la alegría. Quien se rebela contra él que destruye el cielo.”

 

Autora: Marta Cinta Peña

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