Time Gate
Por Francisco R. Mayoral 
30 septiembre, 2005
Modificación: 3 junio, 2020
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El sol inclemente derramaba su luz sobre el arquitecto real. En su rostro, surcado por las huellas de la sabiduría y el tiempo, brillaban los viejos ojos acuosos que, entornados, miraban satisfechos el prodigio de su obra acabada.

Frente a Imhotep se levantaba el ciclópeo conjunto funerario de Saqqara. El faraón Zoser estaría satisfecho con su última morada. Desde ella, su vida se extendería infinitamente después de que Anubis pesara su corazón y Osiris le recibiese en su nave solar.

Henchido de orgullo, volvió a pasear su mirada por las inmensas murallas, deteniéndose con especial satisfacción en la gran tumba piramidal. Varias mastabas de tamaño decreciente ascendían escalonadas, una sobre otra, hasta alcanzar la altura digna de albergar el cuerpo embalsamado de su señor y cuantas riquezas le acompañarían en su vida eterna.

No había sido fácil. Toda la experiencia y conocimientos, acumulados a lo largo de los años, se mostraban insuficientes para lograr que la geometría de los planos se trasladase a las arenas del desierto. Había dispuesto de recursos sin límite: toda la piedra necesaria; mano de obra suficiente; los mejores artistas trazaron los planos según sus directrices, plasmando en el papiro la más ambiciosa obra jamás concebida. Sin embargo… nunca lo hubiese logrado sin la ayuda directa de los dioses. Ese era su gran secreto.

Imhotep recordó su oculto desasosiego. La gran obra avanzaba sin encontrar solución al mayor problema. Una y otra vez repasaba los planos de la pirámide proyectada y se preguntaba cómo decorar las paredes interiores con las policromadas imágenes de las gloriosas efemérides del faraón y con los jeroglíficos que, siglos después, se conocerían como Textos de las Pirámides. El tamaño de las estancias y su carencia de huecos al exterior espesaban la oscuridad de los recintos. Las antorchas eran inutilizables, ya que su humo tiznaría techos y paredes, deteriorando el trabajo de los artistas y escribas, sin contar con que el fuego devoraría el aire respirable, lo que impediría trabajar el tiempo necesario.

Una vez más, abrió el cofre cuya llave colgaba de su cuello y acarició el objeto contenido. Pulsó el interruptor “ON” y la penumbra de su tienda desapareció empujada por el intenso haz de luz surgido del objeto divino. Sonriendo, Imhotep elevó una mirada agradecida a los cielos y musitó la oración en lengua extraña trasmitida por los dioses el día de la gran tormenta:

“Houston, we have a problem!”

 

Autor: Francisco R. Mayoral

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