La luz renovada del Museo Egipcio de Turín
Por Coordinadores de AE
3 febrero, 2006
Modificación: 3 febrero, 2006
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La luz renovada del Museo Egipcio de Turín

La colosal estatua oscura de Ramsés II es la misma de siempre, como las demás. No hay piezas nuevas en el Museo Egipcio de Turín. Lo nuevo es la luz: Dante Ferretti, uno de los mejores escenógrafos de la industria cinematográfica, ha recreado la penumbra de una tumba faraónica para transformar la colección egiptológica turinesa, la más importante del mundo después de la de El Cairo, en una muestra titulada Reflejos de piedra. Son medio centenar de esculturas de gran tamaño, todas por encima de la tonelada, resucitadas por un juego de espejos y claroscuros. El nuevo montaje estará abierto al público desde mañana, sábado, y constituirá el eje cultural de los Juegos Olímpicos de Invierno.

Ramsés II (1279-1212), héroe del Nuevo Reino y último gran faraón, ha sido siempre el alma del Museo Egipcio de Turín. Fue una estatua suya la pieza fundacional de la colección de los Saboya: llegó a la ciudad en 1759, como resultado de una expedición oriental del botánico Vitaliano Donatti. La estatua inicial, tallada en granito rosa y con una altura de 2,24 metros (sin los pies, mutilados), procedía de Tebas y es una de las joyas de la muestra. En 1824, año de la fundación del museo en su actual estructura, llegó la escultura definitiva de Ramsés II, sentado sobre el trono del Alto y Bajo Egipto. François Champollion, el hombre que descifró la escritura jeroglífica, trabajaba en el museo cuando se abrió la caja. «Es el Apolo del Belvedere de los faraones, la cúspide del arte egipcio», proclamó.

Champollion dijo otra frase que enorgullece a los responsables del museo: «El camino hacia Menfis y Tebas pasa por Turín». Ese peculiar rodeo geográfico fue debido, en gran parte, a una serie de casualidades históricas. El reino del Piamonte era a principios del siglo XIX el único pedazo de Italia más o menos independiente, en alianza con Francia. Las relaciones con París eran antiguas y sólidas y cuando Napoleón Bonaparte invadió Egipto dejó como cónsul a un ciudadano de origen turinés, Bernardino Drovetti. El cónsul reunió una colección de 5.268 piezas (un centenar de estatuas, 170 papiros, estelas, sarcófagos, momias, amuletos, armas, herramientas), adquirida por el rey Carlo Felice. En realidad, Drovetti aprovechó su amistad con el virrey de Egipto, Mohamed Ali, para reunir y sacar del país tres colecciones que vendió en Europa a cambio de una fortuna.

El propio Champollion elaboró el primer catálogo del museo, que no dejó de crecer durante todo el siglo XIX. En la actualidad cuenta con 26.500 piezas, de las que sólo unas 6.500 pueden ser expuestas. Las otras 20.000 permanecen empaquetadas en el almacén, a disposición de los investigadores.

Los historiadores tienden a opinar que, pese a la majestuosa belleza de los Ramsés y de otros faraones y dioses, lo más valioso de la institución turinesa es el Papiro Regio, también llamado Canon Real: una lista de los faraones hasta la XVII Dinastía, que ayudó a rellenar muchos espacios oscuros en la historia de un imperio que duró, con alguna intermitencia, más de 3.000 años.

Los papiros, las momias, los sarcófagos y demás elementos clásicos del museo siguen, por ahora, dispuestos según los cánones tradicionales: en salas grandes y polvorientas, dentro de vitrinas o estantes, acompañadas de textos explicatorios mecanografiados. «Lo que ha hecho Dante Ferretti con nuestras grandes estatuas es un primer paso; día a día, el museo irá cambiando y poniéndose al día», indicó el escritor y periodista Alain Elkann, nuevo presidente de la Fundación del Museo de Antigüedades Egipcias. El museo, de propiedad pública, fue cedido en diciembre pasado por un periodo de 30 años a una fundación compuesta por el Banco San Paolo, la Caja de Ahorros de Turín, la Región Piamonte, la Provincia y la Municipalidad de Turín. El San Paolo aportó una contribución de 25,7 millones de euros, de los que un millón, aproximadamente, fue invertido en la nueva iluminación de las dos salas de la planta baja.

Podría parecer que la luz es una cuestión secundaria, pero en este caso no lo es en absoluto. El encargo que se le hizo a Dante Ferretti fue el de crear una atmósfera absolutamente especial para que los 350.000 visitantes anuales del museo disfrutaran de una experiencia única. Ferretti, arquitecto de formación, viejo colaborador de Fellini y Pasolini, director de producción de películas como Bandas de Nueva York y El aviador, no disponía de un gran margen: las piezas debían permanecer en su sitio (pesan demasiado para moverlas o subirlas al primer piso) y el museo debía seguir abierto durante las obras. Lo que hizo fue sentarse varios días en distintos ángulos de las dos salas y luego ensayar con luces, colores y espejos.

El resultado impresiona. En algún momento las paredes de rojo oscuro, la penumbra, los espejos negros y los rayos de luz oblicua evocan una discoteca de allá por 1974, pero las formas expuestas son demasiado potentes como para mantener un ánimo irónico. Los exploradores decimonónicos debieron adentrarse en ambientes similares cuando profanaron tumbas como la de Tutankamón.

Todas las estatuas son formidables, empezando por la de Ramsés II. Hay una, sin embargo, que transmite una energía extrema. Es de granito y relativamente pequeña, metro y medio. Representa a Amenhotep II, el «faraón atleta», arrodillado, en el momento de ofrecer a los dioses dos esferas. La posición es muy pasiva y comparte el tradicional hieratismo egipcio del resto de las piezas, pero ni el más audaz de los escultores barrocos podría haber dado más vida a la sonrisa, más fuerza a los brazos o más elegancia a los pliegues del tocado. La estatua de Amenhotep II fue tallada hace unos 3.500 años.

El Museo Egipcio está dispuesto a prestar después algunos de sus colosos, de precio incalculable, a otras instituciones. El Ermitage de San Petersburgo ha iniciado ya negociaciones.

Fuente: El País.es
http://www.elpais.es/articulo/elpporint/20060203elpepicul_1/Tes/cultura
/luz/renovada/Museo/Egipcio/Turin

Reseña: Roberto Cerracin

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