La Esfinge de Giza
Por Tito Angel Mendoza 
14 febrero, 2004
Modificación: 3 junio, 2020
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Las horas de caminos que separan el desierto de mi morada original, parecen interminables, cuando siento las altas temperaturas de estos suelos, descubro que no son más que los mismos espacios dibujados en mis cuadernos de la infancia. Amplios lugares libres, cubiertos por nubes de arena fría, que súbitamente se suspenden al cielo azul y pintan los lienzos antiguos con colores ocres y degradados. No hay soportes de hilo, ni aceites bituminosos, se extralimitan los recursos. Con solo dos rocas, un cincel tosco de cobre y algunas cuñas húmedas de madera, un obrero construye una vívida esfinge con rostro faraónico, para decorar el templo a las orillas del rio.

Parece ser que el Génesis bíblico ha transcurrido entre el limo y la sílice, todos sus milagros y creaciones están en este continente y no en las junglas húmedas de América, esta tierra de divergencias atmosféricas refleja tal dedicación de los dioses, que los detalles son observados como magnánimas producciones de una mente divina que suele pasearse en un estrato superior al nuestro. Aquí un día lejano, el hombre imaginó mientras el sueño lo envolvía, que quería ser como esos seres extraños tallados en alabastro y granito. Se sobrepuso a su humilde mortalidad y talló el mismo cielo, produciendo un ruido corto y fuerte, en ondas que aumentaron con los siglos y que han llegado hasta nuestros días, como ecos distantes para hablarnos de la mano que empuñaba la herramienta; como a través de un túnel en la tierra húmeda, el susurro llega a nuestros oídos con una fuerza multiplicada cuarenta veces por la eternidad, y ahora mis sentidos retumban ante los gritos ególatras de mil doscientos sesenta narradores que me dictan sus opiniones sobre asuntos usuales del pasado. Un espíritu en su viaje me habla de la inundación; otro aferrado a mis teclas me enseña como sentir el aleteo que hace levantar el vuelo de la ibis.

Danzas, pan, reses, incienso y madera: todo viene a mis notas en desfile milenario de exhibición antigua. Como ofrendas en Sakkara.

Una estatua anónima y sola en Giza, sedente grita sus lamentos, a lo lejos veo sus cicatrices, su llanto petrificado por el sol poderoso que domina Ra, junto a ella, la arena acumulada del desierto, sus manos mutiladas sobre sus rodillas, sus cartuchos reales borrados, su nariz partida tres veces… y algún visitante irrespetuoso y común, ha osado colocar en sus piernas los residuos de su hogaza moderna. Atónito y sorprendido libero a la talla de su multicolor basura y una película fotosensible la capta en mis notas. Inmolada durante siglos ha permanecido recibiendo ultrajes por cada época distinta, ignorando el victimario que aún luego de su muerte lenta en un lecho habitual, ella permanecerá aquí: paciente y sentada aún.

Sigo avanzando en la arena, sigo acumulando altas impresiones cromáticas del paraíso de las imágenes, todos los ángulos coinciden en una extraña experiencia. Un soldado vestido con gruesos trajes negros me invita a entrar en una tumba con gran amabilidad, su lenguaje de pronunciación nasal y fuerte es desconocido para mí, sin embargo comprendo su intención que no es otra, que la de recibir alguna propina por su vigilia; prosigo para ver el lomo de un animal mítico y salvaje, su cola se enrosca de un lado y echado sobre un bache, pareciera guarecerse del sol para emprender la cacería y atrapar a una presa débil e indefensa. Su tocado es de maravilla, su mirada de presunción dogmática, su espera es de cuatro millones de lunas y soles, su barba esta caída, su nariz fue bombardeada, sus dibujos son infinitos, su tez está velada, su altura es magnifica, su historia es desconocida, su herencia es la vida, sus patas son gigantes, su estela está borrada, su templo está vació, su arena está perdida, sus protectores han huido, el clima es su peor enemigo, su nombre: esfinge, su celda es toda Giza.

Como permanecer sereno ante la presencia de un edificio antropomórfico tan sublime, un cuerpo de un animal poderoso que acecha hacia el sur de las riveras, allá donde la gacela emprende veloz huida temiéndole a la evolución del felino. Su cabeza androcéfala, reta a los reyes de las dos tierras, reta a los Césares, a los jefes militares y reta a Dios, postrándose ante el horizonte, sin inmutarse con el poderoso sol que tiende a salir de él. Una estructura que se yergue sobre la arena como la escultura de piedra más grande del mundo. Construida sobre un risco natural, vio incluso las violentas lluvias monzónicas del África cuando el Sahara aún reverdecía con plantitas de pequeñas flores y las brisas llevaban polen y diminutas semillas para depositarse en sedimento seguro y crecer con nuevos tallos. No había arena ni silencio, todo era un cantar de pájaros azules que ensayaban sus maniobras acrobáticas de vuelo rápido. Su regia mirada vio pasar a niños que fantaseaban con ella, esos pequeños hombres con el tiempo serías dioses y casi tan inmortales como ella. Tutmosis incrédulo la imagino desprendiéndose de su mazmorra de arena. Amenofis quedo prendado para siempre en ella. Ramsés II juró ser tan grande como sus constructores. Alejandro Magno la miró a los ojos. Cleopatra la dibujó en un papiro. Julio Cesar envidió su paciencia. Y un carpintero de Nazareth seguramente medito ante ella, él, con sus piernas cruzadas y su mirada al cielo tembló ante la santa presencia de su paz, para luego ser llamado hijo de Dios y partir la numeración cíclica del tiempo.

El desgaste de su tallada base muestra el rastro del agua antigua, mientras aun mi imaginación vuela en traducciones de hojas quebradizas encontradas en cámaras a 17 metros bajo sus pies. Sus templos no están en Giza, ella es anterior. Su templo está en nuestra psique y en nuestra alma, su tocado pasmoso e irreverente la somete a la observación profana de doscientas sesenta mil personas al día; y durante la noche, cuando todo parece calmarse, perversas luces artificiales la incendian nuevamente, no hay descansos, no hay paz para ella, los días son ya demasiados y teme no soportar uno más.

Cada día transcurrido es un éxito, y aunque diez personas mantienen las lápidas en su lugar, ella suplica la serenidad y la alegría de los días que vio pasar, ella misma sueña con volver a sus arenas y cubrirse del terrible frió nocturno… cuando el faro y el láser se apagan ella queda desnuda ante los elementos. La contaminación de las fábricas parte su piedra y su sonrisa, el humo y la burla de los camellos la hace llorar. Ella es débil y delicada. Ella es humana y está viva. Su ka está entre nosotros.

Inspiración de hombres antiguos, ahora es materia de estudio para los modernos, pero solo dolor siento y deseo darle descanso. La anciana agoniza ante nosotros y nueve niños juegan fútbol en sus pies. Ríen los escolares, destellos de los peregrinos la seducen sin cesar. Modelo ambivalente de religión y dedicación. Atea y creyente de dioses extintos que la abandonaron en esta morada. Solo Atón ha sobrevivido y la acaricia cada día.

Observo un escenario excepcional.
Detrás de su lomo está Kefren. Algunos han pensado que la Esfinge protege a la segunda pirámide, hoy creo todo lo contrario. Un hombre como él no dudaría también en adorarla. Entonces el faraón sintiéndose envilecido y casi enamorado de ella rindió tributo eterno y constante a sus espaldas y dejó para ella el sol tempranero de las mañanas de Giza, y la cubrió de los dañinos brazos de la tarde violenta de la soledad del desierto monumental al norte de África. Kefren practica su alabanza al atardecer, cuando su sombra en forma de aguja oscura desea tocar su piel de león.

Napoleón desde su orate mirada sucumbió. Lejos de aquí la recordó por siempre; La grandeza que el gran usurpador imaginó sobre sus sienes, estaba en la mirada fija y aterradora del guardián del desierto. Desde mares lejanos llegó el gran hombre para luchar en una batalla que siempre estuvo perdida. Aún con su estómago destrozado delirando en su destierro, narraba a sus traidores escuchas, la aventura en la campaña de Egipto, donde se topó con el monstruo dulce de Giza.

Augustte Mariette acampó incluso bajo la sombra de su portentosa cabeza, su casa era parte del peso que soportaba la escultura enterrada. En las noches de embriagues, cuando las estrellas brillaban, él cantaba alegóricas rimas, que no han quedado escritas. Mariette incluso imagino la cola pendular del gato africano sacudiendo miles de moscos molestos en su lomo. Afinó su mirada para explorar los rastros del maquillaje antiguo en las mejillas y pulsó con valor contra la historia al remover arena de sus orejas. Pero Baraize la desenterró y restauró; siendo más respetuosos los Mamelucos que golpearon su nariz. Ellos hicieron menos daño que él.

Un híbrido portentoso de 57 metros vive en el desierto. Mil leyendas se escriben sobre él. Un millón de sueños duermen en él. El mío es breve y suave, una última mirada a su faz me recuerda a Zocer. Aquel hombre de túnica blanca encerrado en vidrios en el museo del Cairo. Algo tenían de especial estos hombres, sin duda alguna los dioses, los habían mirado a los ojos.

Abandono su mansión para continuar mi detallado y singular periplo. Las fantasías de niño vuelven a mí, y atacan todos mis sentidos en una memoria ligada al olor seco de esta estancia tan visitada. Los labios se han vencido ante el calor. Ignoro como ella ha soportado y no se ha venido al suelo para volver a ser parte de él.

Ella merece más de lo que tiene, nuestras lágrimas y sollozos deberían ser para ella, nuestras alegrías y risas deberían ser en nombre de ella, y nuestros muertos, ante ella, deberían rendir un ultimo saludo. Todos los caminos me han llevado hasta ella. Es una maquina del tiempo que habla de sus glorias pasadas.

Herodoto, nos dejó algunos datos de la grandeza de su construcción, pero en verdad nada hay sobre ella, nada sé sobre su erecto perfil, nadie ha soñado jamás volver a intentar construir algo similar, Un intento. Un final.

 

Autor: Tito Angel Mendoza

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