Exposición: El Egipto de Eduard Toda. Un viaje al coleccionismo del siglo XIX
Por Ramiro José Mesa (texto) Lucía Arroyo Mesa (fotos)
21 julio, 2025
Eduard Toda, vestido a la usanza de momia egipcia, en una imagen tomada en el antiguo Museo de Bulaq, el primer museo egipcio de El Cairo.
Modificación: 21 julio, 2025
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Madrid, 2.025

El Museo Arqueológico Nacional, en colaboración con el Ministerio de Cultura, abre al público desde el 3 de junio al 5 de octubre una exposición dedicada a Eduard Toda i Güell (1.855 – 1.941), el considerado primer egiptólogo español.

Franceses, británicos, alemanes, italianos y, algo más tarde, estadounidenses fueron conscientes desde principios del siglo XIX del ingente potencial que Egipto ofrecía culturalmente (y era mucho, más de cinco milenios de Historia), además de las ventajas comerciales y económicas que se ponían a disposición de las principales potencias coloniales de la época (el Canal de Suez fue abierto en 1.869, por lo que el tráfico marítimo de mercancías desde oriente a occidente evitaba la hasta entonces larga y costosa circunnavegación del continente africano). La España de aquellos tiempos, centrípeta, cazurra y desconectada de cualquier mundo que fuese distinto al suyo, estaba muy entretenida contemplando el adiós que le daban sus provincias de ultramar y, para pasar el mal trago, vivía entre monarcas nefastos (Fernando VII e Isabel II), espadones militares que cada dos por tres se levantaban en pronunciamientos, gobiernos ineptos, una república que nació muerta y, el colmo, tres guerras civiles provocadas por una enconada discusión sobre legitimidades dinásticas. En medio de este páramo triste y desalentador que era nuestro solar patrio, la figura de Eduard Toda emerge como una rara avis, casi como un marciano: hombre de vasta cultura, viajero incansable, diplomático, arqueólogo, egiptólogo y sinólogo, era dueño de unas capacidades casi inéditas en aquella España decimonónica. Publica estos días el Diari de Tarragona, con motivo de la exposición, algunos datos que me eran desconocidos: mantuvo una cercana amistad con el gran arquitecto Antoni Gaudí (eran paisanos, ambos nacidos en Reus), elaborando juntos un proyecto de restauración del monasterio de Poblet; y se le considera, además, una de las más importantes personalidades de la llamada Renaixença catalana, un movimiento cultural y literario creado para recuperar el catalán como lengua literaria y de cultura después de siglos de diglosia respecto al castellano. Su legado egiptológico, fruto de la adquisición de valiosas piezas históricas durante su desempeño como diplomático en el país del Nilo, nutre hoy los fondos arqueológicos de varias instituciones, fundamentalmente el Museo Arqueológico Nacional y la Biblioteca – Museu Víctor Balaguer (Vilanova i la Geltrú, Barcelona).

Esta exposición, comisariada por Miguel Ángel Molinero Polo y Andrea Rodríguez Valls, nos propone revisitar la figura de este reusense inquieto a través de piezas arqueológicas, publicaciones y documentos personales. Es una oportunidad excelente para conocer su historia y su importancia en el estudio del Antiguo Egipto en España.

 

Egipto 1.884

El primer milenio antes de nuestra Era es para Egipto el inicio de una interminable sucesión de injerencias extranjeras que se extienden hasta mediados del siglo XX: kushitas (nubios, con capital en Napata), asirios, persas, macedonios, romanos, bizantinos, musulmanes, otomanos, una fugaz ocupación francesa (la aventura napoleónica desde 1.798 a 1.801, uno de los hitos fundacionales de la Egiptología por la impagable labor de estudio del Antiguo Egipto llevada a cabo por los savants que acompañaban a las tropas francesas), de nuevo otomanos (aunque con matices, pues el gobierno de Mohammed Alí, considerado el padre del Egipto moderno, durante la primera mitad del siglo XIX, tuvo un último tramo de práctica independencia respecto del sultán turco) y, finalmente, un protectorado británico que se mantendrá hasta el año 1.953. Este perenne statu quo de territorio conquistado, satrapía, provincia, dominio, colonia o protectorado fue el argumento político para legitimar el expolio sistemático de las riquezas del país, y solo en contadas ocasiones los gobernantes, indígenas o forasteros, han mirado por el bienestar del pueblo egipcio. Tampoco el ingente patrimonio cultural legado por la antigua civilización de los faraones recibió un trato respetuoso. Muchos palacios y templos fueron desmantelados para reutilizar los materiales de construcción (algo que, por otra parte, tampoco suponía ninguna novedad: no fueron pocos los antiguos monarcas egipcios que ya practicaban este noble deporte, desmontando monumentos de sus predecesores para crear otros “nuevos” a su propia gloria), y las nuevas religiones que acompañaban a los sucesivos ocupantes – primero el cristianismo y después el islamismo – no fueron muy caritativas con el testimonio artístico dejado por la fe que durante tres milenios profesó la población autóctona. La arena del desierto, en el mejor de los casos, terminó por cubrir templos, tumbas y todo tipo de reliquias bajo un respetuoso manto de silencio que, hasta nuestros días, preserva los restos de una asombrosa civilización que solo empezará a redescubrirse a partir del siglo XIX.

Aquellos ciento sesenta y siete científicos y especialistas que acompañaron a las tropas de Bonaparte dejaron para la posteridad una obra magna, la Description de l’Égipte (publicada en veinte tomos entre 1.809 y 1.822), cuyo efecto fundamental fue llevar noticia del Antiguo Egipto al Occidente culto del momento, amén de aportar la copia de la famosa Piedra de Roseta (la pieza original quedó en poder de los británicos), es decir, la base textual que sirvió de apoyo a Jean-François Champollion para releer por fin la escritura jeroglífica egipcia, que no se utilizaba desde el año 394 de nuestra era, y dar así inicio a lo que hoy entendemos por Egiptología. Poco a poco, pero in crescendo, las sociedades occidentales se interesaban más y más por esa extraña y “novedosa” cultura de los dioses con cabeza felina, féretros exquisitamente decorados y, sobre todo, magia por doquier. Era el nacimiento de la egiptomanía. Los museos más importantes de Europa, y también los coleccionistas privados de arte, iniciaron una feroz competencia entre sí para hacerse con el mayor número posible de tesoros, dedicando a esta empresa enormes cantidades de dinero, el perfecto acicate para que casi de inmediato entrara en escena una verdadera legión de aventureros, buscavidas, ladrones y espabilados de todo pelaje y condición que, con mucha más codicia que conocimiento histórico, procedieron a una depredación patrimonial sin precedentes. El Egipto de entonces, además, carecía de una legislación o instituciones capaces de proteger su ancestral legado cultural, e incluso muchos de sus habitantes encontraron en el tráfico de antigüedades un modo relativamente sencillo para ganarse unas piastras que los efendis europeos pagaban con largueza.

A la izquierda, el templo de Dendur en el año 1.867. La fotografía de la derecha, tomada por Félix Bonfils en 1.865, nos muestra a un vendedor callejero de momias.

 

También llegaron a Egipto en aquella primera mitad del siglo expediciones realmente científicas, como la franco-toscana de 1.828 con la participación del propio Champollion e Ippolito Roselini, o la prusiana dirigida en 1.842 por Lepsius, pero por desgracia las técnicas necesarias para la recuperación y preservación de piezas y monumentos aún no existían, lo que fue causa de no pocos destrozos. Los hermosos relieves policromados de muchas paredes fueron copiados mediante la burda aplicación de calcos, una suerte de papeles gruesos que se humedecían para su perfecto acoplamiento con el original y, una vez secos, eran arrancados con la perfecta copia en negativo del relieve…y buena parte de la antigua pigmentación egipcia. Tampoco era inusual encontrar algún muro interior sospechoso de ocultar alguna cámara secreta, un misterioso pasadizo o tal vez un tesoro milenario, pero ningún obstáculo se resistía a la voladura mediante unas pocas cargas de pólvora negra, tuviera o no valor histórico. En fin, es una opinión muy personal que me ha costado más de un disgusto, pero sigo pensando que inventaron la Egiptología un siglo antes de lo que hubiera sido conveniente para el patrimonio arqueológico egipcio.

Cuando Eduard Toda llega a Egipto, el 17 de abril de 1.884, algunos cambios están intentando introducir cierta racionalidad en el hasta entonces caótico escenario de expolio cultural del país. En 1.858 se había creado el entonces denominado Departamento de Antigüedades bajo la dirección del egiptólogo francés Auguste Mariette (una ley no escrita dispuso que todos los directores de este servicio fueran de nacionalidad francesa, costumbre que llegó hasta 1,953), organismo que nace para la conservación, protección y regulación de todas las antigüedades y las excavaciones arqueológicas en el territorio egipcio. También en ese momento se crea el Museo Egipcio de Bulaq a orillas del río Nilo en El Cairo, inmediato antecedente del entrañable Museo Egipcio de Tahrir. Se ha llegado a sugerir que ya por aquellos tiempos se anunciaba la inminente inauguración oficial y completa apertura del GEM, pero me ha resultado imposible verificar esta información.

Uno imagina relativamente relajada la labor diplomática de Toda en Egipto, dado que los intereses españoles tanto en el país como en toda la región del Próximo Oriente debieron ser escasos si es que no inexistentes, por lo que la asistencia a actos oficiales, recepciones y poco más no supuso un impedimento para su actividad cultural privada. Viajó por todo el Delta visitando Sais, Bubastis, Mendes, Atribis y las ruinas de Heliópolis. Bien integrado en lo que se conocía como colonia extranjera de El Cairo, trabó amistad con Gaston Maspero. entonces director del Departamento de Antigüedades, lo que sin duda fue una ventaja para explorar las grandes necrópolis próximas a la capital egipcia. Mantuvo también una excelente relación con el alemán Émile Brugsch (no debemos confundir a este Brugsch con su hermano Heinrich Karl, socio de Mariette en las excavaciones de Menfis unos años antes), el egiptólogo encargado de evacuar las momias reales de la cachette de Deir el-Bahari en 1.881 y hombre siempre salpicado por la sospecha de estar implicado en el robo y tráfico de antigüedades (pese a lo cual llegó a ser conservador en el Museo de Bulaq, solo Allah sabe el porqué). Sea como fuere, sus visitas frecuentes a la meseta de Guiza hicieron de Toda un buen conocedor del lugar, dando testimonio en su obra escrita de haber presenciado la apertura de la tumba de un personaje de la Dinastia IV que él nombra como Kemkaf y yo no he sabido identificar. No sería la única tumba a cuyo descubrimiento asistió, pues durante un viaje a Asuán pudo contemplar el hallazgo de los enterramientos de dos importantes personajes de la Dinastía XII; Saremput I (gobernador de Kush durante el reinado del faraón Sesostris I) y Sarenput II (supervisor del sacerdocio del dios Khnum y comandante de la guarnición militar de Elefantina siendo faraón Amenemhat II). Explora también la inmensa necrópolis de Saqqara, donde emplea la ya citada técnica de los calcos para los relieves de las mastabas de Ti y Ptah-Hotep (altos dignatarios de la Dinastía V, cuyas tumbas había excavado unos años antes Auguste Mariette), y hace visitas a Meidum para contemplar la famosa pirámide levantada seguramente por el faraón Huny (último rey de la Dinastía III) y finalizada por Sneferu (primer monarca de la Dinastía IV, y padre del famoso Keops), Sus viajes van a llevarlo aún más hacia el sur, hasta las pirámides del Imperio Medio en El Lisht, y también a Asiut, antiguo centro de veneración del dios cánido Upuaut, el que abre los caminos, que fue interpretado por los griegos como un lobo y otorgó al lugar el nombre de Licópolis.

Eduard Toda (segundo por la derecha) posando junto a Gaston Maspero y otros personajes en 1.886.

Pero el punto álgido de los estudios egiptológicos de Eduard Toda llega cuando decide unirse a la expedición que Maspero organiza para remontar el Nilo y realizar distintas excavaciones en la Tebaida. En la antigua Waset egipcia, la Tebas de los griegos, Maspero acomete un trabajo intensivo de limpieza y excavación en el Templo de Lúxor.

Vista del Templo de Luxor desde la orilla occidental del Nilo, en una imagen del fotógrafo francés Théodule Devéria del año 1.865.

Los trabajos de la expedición se amplían a la orilla oeste de Luxor, donde a principios de 1.886 un beduino de la aldea de Qurna informa a los egiptólogos sobre una necrópolis aún inexplorada junto a Deir el-Medina, el antiguo poblado de los artesanos que construían y decoraban las tumbas reales de las dinastías XVIII, XIX y XX, además de otros sepulcros de la zona. Previendo un más que posible saqueo del yacimiento una vez sabida la noticia, los expertos se desplazan con celeridad al lugar y, en efecto, el 1 de febrero aparece una tumba intacta de alguien que bien pudo ser un importante personaje. Maspero encarga a Eduard Toda la excavación del enterramiento, quien inicia de inmediato una labor metódica y rigurosa. El difunto propietario es identificado como Sennedjem, aunque Toda se refiere siempre a él como Son Notem (el conocimiento de la escritura egipcia entonces era más precario que el actual, aunque tampoco hoy sea como para tirar cohetes), un alto funcionario supervisor durante los reinados de Seti I y Rameses II. La tumba es de modestas dimensiones, pero presenta un maravilloso programa iconográfico que ha llegado hasta nosotros perfectamente conservado.

Muro este de la tumba de Sennedjem (Archivo del Museo Egipcio de Turín).

Toda realiza el inventario de las piezas, traduce los textos escritos en las paredes (asistido por Urbain Bouriant, egiptólogo y colaborador de Maspero), y extrae el contenido para su posterior estudio y preservación, dejando constancia de todo ello tanto en su conocida obra A través del Egipto (Madrid, 1.889) como en la monografía Son Notem en Tebas: inventario y textos de un sepulcro egipcio de la XX dinastía (Madrid, 1.887). Puede ocurrir que en este punto el atento lector de este texto se vea ante una duda más que razonable: si hemos ubicado la existencia de Sennedjem durante los reinados de los más poderosos faraones de la Dinastía XIX, dato que parece académicamente aceptado, ¿por qué Toda hace referencia a un sepulcro egipcio de la XX dinastía? Se trata de un misterio aparente que tiene una respuesta bien sencilla, aunque por desgracia la desconozco. Si nuestro atento lector es también concienzudo, y alguno habrá, mi consejo es que consulte a quien sepa del Antiguo Egipto. No es mi caso, como bien debería saber la persona que me manda hacer estos reportajes.

La tumba de este notable de Deir el-Medina, reproducida en la exposición a escala natural, es una estructura de pequeño tamaño con planta rectangular y techo resuelto mediante una bóveda de cañón, con todas las superficies decoradas con textos procedentes del llamado Libro de la Salida al Día (mejor conocido como Libro de los Muertos por una humorada, no sé si oportuna, atribuida al  egiptólogo Karl Richard Lepsius), representaciones de varias divinidades (es poco usual la figura de la diosa del Cielo, Nut, representada con forma arbórea en la bóveda), y varias escenas donde Sennedjem y su esposa Iineferti aparecen realizando tareas agrícolas en los Campos de Juncos, el Paraíso de los antiguos egipcios.

Poco después de regresar a España, Eduard Toda es requerido para dictar una lección magistral en la inauguración del curso académico en la entonces llamada Universidad Central de Madrid, acto que se celebra el 24 de octubre de 1.886 con la asistencia de altas personalidades del Gobierno, numerosos intelectuales, curiosos, y las mejores mentes médicas capitalinas. La conferencia trató sobre las prácticas egipcias de enterramiento, e incluyó el desvendamiento de la momia de Isis, una nieta de Sennedjem cuyo cuerpo fue hallado en la misma tumba que se había descubierto pocos meses antes. Esto de desvendar una momia, práctica vista hoy como una salvajada, era un procedimiento perfectamente aceptado y considerado científico en otros tiempos. Tan solemne acto tuvo lugar en el aula magna de la antigua Facultad de Medicina de San Carlos, edificio declarado Bien de Interés Cultural de Madrid que aún se levanta, tan chulo, en la parte baja de la calle de Atocha, justo antes de llegar a la glorieta donde contra viento y marea resiste el bar El Brillante, con sus rotundos bocatas de calamares.

La Facultad de Medicina de San Carlos (Atocha, 106), actualmente sede del Ilustre Colegio Oficial de Médicos de Madrid.

 

De nuevo en Madrid, 2.025

Museo Arqueológico Nacional (MAN)

La muestra del MAN nos ofrece en varios carteles algunas informaciones muy valiosas para la correcta comprensión tanto del propio Eduard Toda, como de la colección de piezas que vamos a contemplar. Es importante destacar que la comunidad extranjera residente en Egipto vive en una burbuja eurocéntrica que apenas se relaciona con los naturales del país. Estos forasteros se sienten fascinados por los monumentos de la antigua civilización faraónica, pero no muestran el menor interés por los egipcios contemporáneos: son extremadamente clasistas y no les falta un mayor o menor punto de racismo. A finales del siglo XIX el fenómeno del colonialismo europeo está en plena forma, y recordemos que el Egipto de ese tiempo es de facto un protectorado británico donde la población autóctona se percibe como intelectualmente inferior, diríase casi infantil, y es tratada con el característico paternalismo victoriano que no elude, si es preciso, la aplicación de mano dura. Este es el microcosmos social donde deberá desenvolverse nuestro inquieto catalán durante su estancia en el país de las pirámides.

Por otra parte, ya hemos comentado la realidad del mercado de antigüedades en aquel Egipto decimonónico: una suerte de Far West de saqueo arqueológico y sistemática depredación patrimonial que solo empezó a tener alguna regulación, aún demasiado laxa, hacia mediados de siglo. Toda es hijo de su época, y adquiere las piezas de su colección sencillamente porque puede hacerse, y por ello conserva alguna pieza del ajuar de Sennedjem (la caja de shawabtis es uno de los emblemas de la colección egipcia del MAN), compra alguna pieza menor del Museo de Bulaq, e incluso se atreve a entrar en el mercadeo callejero: pese a contar con el consejo de algunos de los mejores expertos de su tiempo, también le cuelan algunas falsificaciones que se muestran en la exposición. Su capacidad adquisitiva – ya para terminar – es limitada, la de cualquier particular sin el respaldo o apoyo económico de ninguna institución. Ello explica que la mayoría de objetos que colecciona sean de pequeño o mediano tamaño, con muy raras excepciones. Pero basta ya de cháchara, y pasemos a contemplar algunas de las piezas más destacadas de la muestra.

 

OBJETOS PREDINÁSTICOS. Vemos, de izquierda a derecha:

1.- Cuenco liso. Nagada II (c. 3.500 – 3.300 a.C.).
2.- Vaso tubular de tipo “red”. Nagada II.
3.- Vasija con decoración zoomórfica (tal vez un antílope o una gacela). Nagada II
4.- Recipiente de piedra, alabastro egipcio. Nagada II
5.- Posibles bastones ceremoniales. Madera. Procedentes de Gebelein. Nagada IIc – III (c. 3.400 – 3.100 a.C.).
6.- Recipiente de tipo D con decoración mixta. Nagada IIc – IId (3.400 – 3.300 a.C.).
7.- Vasija piforme de tipo B. Nagada I – II (c. 3.900 – 3.300 a.C.). Añado aquí que este tipo de cerámica, conocido como black topped por su borde quemado por la cocción, nace en la cultura badariense inmediatamente anterior, aunque seguirá produciéndose durante algún tiempo después

NOTA IMPORTANTE: Eduard Toda compuso un escrupuloso registro de las piezas de su colección, pero desgraciadamente el documento no ha llegado completo hasta nosotros. Es por ello que las descripciones de los objetos expuestos presentan a veces lagunas respecto a su procedencia y/o datación.

ESTELA FUNERARIA

Procedente de Asuán, en el sur de Egipto, esta estela de piedra arenisca con presencia de ocre está datada en la Dinastía XXVII (primera dominación persa, de 525 a 404 a.C.) o en los años inmediatamente posteriores.

 

MESA DE OFRENDAS
También desde Asuán nos llega esta mesa de pequeñas dimensiones tallada en piedra caliza y datada, sin mayor detalle, en el Periodo Ptolemaico (305 – 30 a.C.).

 

DIVINIDAD FUNERARIA

Estatua de Ptah-Sokar-Osiris en madera estucada y pintada, de procedencia desconocida, que se fecha entre el Periodo Tardío y el Ptolemaico (747 – 30 a.C.), sin mayor concreción. No se mencionan sus dimensiones, pero debe alcanzar (así, a ojo) los 40 cm de altura. Su tamaño contrasta con los dos pequeños ushebtis que tenemos abajo a la izquierda, también piezas muy interesantes realizadas en fayenza e inscritas con tinta negra en escritura hierática. Se encontraron, probablemente, en Tell el-Yahudilla, y datan de finales del Periodo Tardío (350 – 332 a.C.).

 

USHEBTIS

El conjunto de estas figuras funerarias reunido por Toda es magnífico, tanto por la factura de las piezas como por su variedad. Los ejemplares que vemos en la imagen proceden de la tumba DB320 (hoy TT320, por aquello de fastidiar cambiando denominaciones), la célebre cachette real descubierta en Deir el-Bahari cinco años antes de la llegada de Toda a Egipto.

Con la excepción de una pieza procedente del Rameseum (no se indica cuál es), estos ushebtis pertenecieron a la familia sacerdotal gobernante en Tebas a principios del Tercer Periodo Intermedio (c. 1.069 a.C. – 723 a.C.). El más antiguo se asocia a la reina Henuttawy, presunta hija de Rameses XI y esposa de Pinedjem I, sacerdote que gobernó de facto el Alto Egipto y llegó a asumir títulos reales. Otros ejemplares eran propiedad de personajes tan importantes como Masaharta (hijo y sucesor del citado Pinedjem, pero habido de la reina Isetemheb II) o Pinedjem II (también sacerdote gobernante del Sur años más tarde, coetáneo de hasta tres faraones de la Tanis norteña: Amenemope, Osorcón el Viejo y Siamón).

¿Shabtis, shawabtis o ushebtis? En realidad son correctas las tres acepciones, si bien aparecieron en diferentes momentos históricos del Antiguo Egipto. La evolución de estos fieles acompañantes del difunto es constante, y se extiende durante muchísimos siglos, por lo que escribieron monografías sobre el tema expertos tan destacados como Loret (1.883), Petrie (1.935) o Hans Schneider (1.977).

Se sabe que el modelo más antiguo de estas figurillas funerarias aparece muy a finales del Primer Periodo Intermedio (c. 2.118 – 1-980 a.C.) o, más probablemente, a principios del Imperio Medio (c. 1.980  – 1.760 a.C.), en tiempos de la Dinastía XI (tal vez por la tumba de Gua, en Deir el-Bersha). En estos primeros momentos su factura es realmente sencilla, son imágenes más o menos antropomorfas hechas de cera y forradas con un poco de tela, pero de inmediato comienzan a utilizarse materiales como la piedra y la madera. Es ahora cuando surge la acepción shabti, que algunos estudiosos relacionan aproximativamente con la madera, aunque esta interpretación es discutida y otros expertos encuentran mayor relación con la raíz shabu (alimentos), más acorde con la labor de estos pequeños pero mágicos sirvientes de procurarle comida a su difunto amo. Mas ocurre que tampoco hay acuerdo sobre la función de estas figurillas en estos primeros momentos, pues hay quien defiende su utilidad ya desde entonces como servidores de su dueño y otros dicen que no, que se tenían en la tumba como cuerpos “de repuesto” por si el del propietario sufría algún destrozo. En fin…. Poco a poco van adquiriendo su peculiar apariencia momiforme y, a finales de la Dinastía XII, empiezan a verse en muy escasos ejemplares trazos de escritura (un buena muestra es el perteneciente a Senbi, expuesto en el MET de Nueva York con referencia 11-150-14, que presenta una ofrenda funeraria del tipo htp-di-nsw).

El Imperio Nuevo (c. 1.539 – 1.069 a.C.) supone el punto álgido en el arte de estas figuras funerarias, tanto por el gran número de piezas producidas como por la inigualada calidad de muchas de ellas. Es en este periodo cuando reciben el nombre de shawabtis, registro similar al utilizado antes, que parece aludir a la palabra egipcia shawab, con una interpretación igual de controvertida que en el caso de shabti. Entre otras innovaciones, ahora será habitual que el shawabti aparezca inscrito con el capítulo 6 del Libro de los Muertos de modo que, mágicamente, cobre vida para sustituir a su dueño en los trabajos del Más Allá. Se dice que el shawabti real más antiguo encontrado hasta ahora corresponde al primer faraón de la Dinastía XVIII, Nebpehtyra Ahmose, un ejemplar de 28 cm tallado en piedra que irradia una enorme serenidad (British Museum, ref. EA32191), aunque es mucho mas hermoso el perteneciente a uno de sus sucesores, Amenhetep II, expuesto en el Brooklyn Museum neoyorkino (ref. 66.99.158), con el ankh en cada una de sus manos cruzadas sobre el pecho. En las tumbas del Imperio Nuevo se encuentra un número de figuras mucho mayor que en los enterramientos de periodos anteriores. Por seguir con los ejemplos de sepulcros regios, recuérdese que Howard Carter descubrió en la famosa tumba del joven rey Tutankhamon en 1.922 un total de 413 piezas de todos los materiales y tamaños imaginables… y que el grandullón Belzoni afirmaba un siglo antes haber visto en la última morada de Seti I ¡más de mil!

El escondite de momias (la ya citada tumba DB320), de donde procede la mayoría de las figurillas funerarias de la colección de Eduard Toda, contenía en el momento de su descubrimiento, en 1.881, más de 4.000 ejemplares, aunque el saqueo previo de la familia Abd el-Rasul había colocado en el mercado negro un número indeterminado de piezas. La tumba fue construida a principios del Tercer Periodo Intermedio, y es en este momento cuando aparece la palabra ushebtis ya con la unánime traducción “los que responden” por proceder del verbo egipcio usheb “responder”. A partir de este momento, en comparación con las realizaciones del Imperio Nuevo, los ejemplares pierden calidad, aunque se encuentran bastantes de inmensa belleza datados durante los periodos kushita y saíta (las dinastías XXV y XXVI). La producción de ushebtis seguirá siendo importante hasta el final de los reinados ptolemaicos, momento en que – con excepciones – las piezas son inscritas con tal desidia que incluso algunos textos resultan ilegibles. Este arte tan característico del mundo funerario egipcio, que ha pervivido a lo largo de casi dos milenios, se extingue en el Egipto Romano.

Igual me he venido arriba y se me ha ido un pelín la mano con la charla sobre ushebtis, lo siento. Hale, vamos a seguir viendo fotos.

 

MODELO DE BARCO FLUVIAL. Originaria de Gebelein, esta maqueta de madera estucada y pintada se data en el Primer Periodo Intermedio.

REPOSACABEZAS. Seguramente de la Dinastía XVIII (c. 1.539 – 1.292 a.C.), este objeto de madera procede de Armant, una localidad cercana a Luxor.

Dejo a continuación una fotografía que permite observar con mayor detalle el modelo de embarcación:

 

 

GATOS Y OTROS ANIMALES

A la izquierda tenemos un ataúd de gato realizado en madera durante la Época Tardía, procedente de Saqqara. A sus pies, una cajita de bronce decorada con serpientes enroscadas que se data en el mismo periodo. En el centro dos momias votivas, la superior de halcón y la inferior de gato, fechadas en la misma época y también procedentes de Saqqara. A la derecha, figura y busto de gato en bronce, sin indicación de origen, igualmente de Época Tardía.

 

COSAS DE CASA

Muy bien preservados por el clima seco de Egipto, vemos a la izquierda tres fragmentos de tejido (lino), de cronología y procedencia desconocidas. En el centro, arriba, dos pares de sandalias hechos con cuero, palmera y hierba halfa (son el recuerdo más antiguo que conservo de este museo, de la primera visita que hice con mis padres hace muchísimos años). Bajo ellas, un cesto flexible y otro rígido del Primer Periodo Intermedio, procedentes ambos de Gebelein, localidad 30 km al sur de Luxor y excavada, en su día, por Schiaparelli. A su lado tenemos una placa de castañuela en hueso fechada en el Imperio Medio, una punta de lanza en bronce del Imperio Nuevo, y (apenas se ve) una pinza también de bronce y, probablemente, del mismo periodo. En el extremo derecho (con perdón), un coqueto espejo realizado en bronce, una pieza muy bonita posiblemente del Imperio Medio y, bajo él, una lendrera de madera (es un peine extremadamente fino para eliminar los piojos y sus huevos, llamados liendres, del cabello), adquirida en Luxor y datada sin excesiva precisión en tiempos del Egipto greco-romano (305 a.C. – 395 d.C).

 

FRAGMENTOS DE CANTIMPLORAS DEL AÑO NUEVO Y COLMILLO PROTECTOR DEL NACIMIENTO

Escribe el gran egiptólogo Erik Hornung que para los antiguos egipcios la Historia no era sino una sucesión de ceremonias religiosas y representaciones festivas. El Año Nuevo, que llegaba en la segunda quincena de nuestro mes de julio señalado por la aparición de la estrella Sirio en el firmamento, era sin duda un acontecimiento de la mayor importancia. Da comienzo la estación de akhet, con la crecida de las aguas del Nilo provocada por las lluvias del monzón en la meseta etíope, y la consiguiente inundación de los campos de cultivo que, al retirarse el río al final de la estación, quedarán cubiertos por una beneficiosa capa de limo fertilizante. Por ello se creía que el día del Año Nuevo el agua del gran río adquiría una magia poderosa, curativa, y se recogía en pequeñas cantimploras usualmente hechas en fayenza que eran puestas a la venta. Solían llevar inscrita en los laterales algún tipo de invocación, una llamada a la divinidad para obtener un año próspero o la sanación de algún mal. Los fragmentos adquiridos por Toda, realizados efectivamente en fayenza, nos remiten a algún momento indeterminado entre la Dinastía XXVI y el Periodo Persa (664 – 332 a.C.).

Por otra parte, los colmillos protectores del nacimiento (o, tal vez mejor, “marfiles mágicos”, porque estos objetos no se creaban siempre a partir de un colmillo), vuelven a llevarnos al universo de la magia egipcia, algo omnipresente y muy real en la vida cotidiana de aquellas personas. El parto, el momento de la llegada al mundo de una nueva criatura, entrañaba en la antigüedad un riesgo cierto de fallecimiento tanto para la parturienta como para el neonato. Es por ello que el misterio del nacimiento, del mismo modo que el misterio de la muerte, fuera envuelto con un complejísimo ritual donde la naturaleza del hecho en sí se entrelazaba con sortilegios, amuletos (con frecuencia el tjet o nudo de Isis, la diosa madre por excelencia), varas serpentiformes con cabezas de la poderosa cobra egipcia, adobes del nacimiento (unos ladrillos donde la mujer colocaba sus pies, pero decorados con motivos hathóricos porque también la diosa Hathor tenía una gran fuerza apotropaica en tan cruciales momentos) y, desde luego, el marfil mágico.

Estas piezas de marfil, de origen desconocido, pero básicamente aparecidas durante el Imperio Medio, se utilizarían en el momento inmediatamente anterior al alumbramiento para trazar en el suelo una línea delimitadora circular en cuyo interior, ahora protegido, va a comenzar el ritual (según la reconstrucción del evento descrita por J. Wenger, 1.969). Eran trabajadas usualmente sobre el canino de un hipopótamo, animal de enorme fuerza, muy peligroso, portador de un gran poder protector para los egipcios. Uno de los extremos quedaba redondeado, mientras el contrario terminaba en un aplanamiento (o ambos extremos romos), y siempre se decora con motivos asociados con la magia profiláctica que los modelos aportados por el registro arqueológico muestran muy variados: es habitual la presencia de divinidades tutelares tanto de la maternidad como de la infancia (el dios Bes desnudo y visto de frente, con un gran falo y llevando serpientes en ambas manos; y/o la diosa Taweret armada con un gran cuchillo), también bestias asociadas al poder de la deidad solar (esfinges, leones) y, en algunos casos, inscripciones con fórmulas de protección talladas en escritura jeroglífica.

El ejemplar de la colección de Toda que presenta la exposición es de gran belleza, aunque resulta complicado apreciar la perfección en el tallado de la decoración (hay que mirar desde un lado, y desde el otro, desde arriba y en paralelo para encontrar el necesario resalte de las imágenes) más por la habitual precariedad en la iluminación que siempre ha caracterizado al MAN que a causa del desgaste que el paso del tiempo ha producido en la pieza. Fue adquirida en Luxor, y se data en algún punto de la Dinastía XII o tal vez XIII (c. 1.939 – 1.630 a.C.).

 

CUBIERTA DE MOMIA Y TAPA DE ATAÚD

El dueño fue el sacerdote tebano Amenemhat de principios de la Dinastía XXI, aunque este magnífico equipamiento funerario sería posteriormente reutilizado. Segunda mitad del siglo XI a.C.

 

TAPA DE ATAÚD FEMENINO

También original de la Dinastía XXI, aunque ligeramente posterior a las piezas anteriores, este féretro femenino en madera policromada me parece una de los objetos más hermosos de la muestra.

 

CARTONAJE DE CABEZA

Este elemento funerario tenía la función de cubrir completamente la parte alta del difunto hasta el pecho, se ubica cronológicamente en los inicios de la Época Ptolemaica (Siglo III a.C.), y procede tal vez de Akhmín, localidad que tuvo gran relevancia desde los primeros tiempos del Antiguo Egipto. Era conocida por los egipcios como Ipu o Khent-Min, y contaba con un gran templo dedicado al dios Min, divinidad lunar de la fertilidad y la vegetación que representaba la fuerza generadora de la naturaleza en la mitología egipcia. Dicen los expertos que de esta ciudad procedía la familia de la reina Tiye, Gran Esposa Real del gran faraón Amenhetep III y madre del célebre rey Akhenaton. En los posteriores tiempos de los monarcas lágidas de Egipto (es decir, cuando se realiza esta pieza de la exposición) fueron helenizados los topónimos egipcios, pasando el lugar a llamarse Panópolis por considerarse al dios griego Pan como homólogo del viejo dios Min.

La pieza es una de las más interesantes de la colección. Destaca al haberse optado por el color dorado en la piel y el azul del tocado o tal vez peluca, evocando de este modo la imagen de las divinidades. Resulta del todo inusual, además, la iconografía que presenta: el disco solar alado en la frente y ese friso de ureos en la parte inferior de la máscara. Vistas algunas de las tonterías que ya he escrito aquí, y puestos a especular, a estas alturas no me importa soltar un par de rebuznos finales. La información del objeto en la muestra nada dice sobre el sexo del propietario/a de este cartonaje, pero el detalle del cabello azul es, creo, una poderosa referencia a la diosa Hathor que me inclina a pensar más bien en una dama. Por otra parte, la elección del disco solar y los ureos para la decoración parece señalar a una persona de muy alto rango, tal vez sacerdotal o algo más.

 

Pues bien, tras ofrecer de nuevo mi sincero arrepentimiento al horrorizado lector, pasemos ahora a visitar la REPRODUCCIÓN A ESCALA DE LA TUMBA DE SENNEDJEM:

Sennedjem y su esposa ante una representación arbórea de la diosa Nut, Señora del Cielo. Aquí en AE tenemos un pequeño estudio de la Dra. Susana Alegre sobre esta clase de “apariciones forestales”. (https://egiptologia.com/nut-arborea-en-la-tumba-de-sennedyem)

 

La CAJA DE USHEBTIS, aunque ubicada en el interior de la réplica de la tumba, es una pieza auténtica que Eduard Toda se trajo de Egipto, y hoy destaca en la colección egipcia permanente  del MAN. Este objeto no perteneció a Sennedejem, como habitualmente se cree, sino al mayor de sus hijos, Khabekhent (en ocasiones se encuentra el nombre transcrito como Khabeient o Khabekhnet), pero fue hallada en la cámara funeraria del padre. La caja reproduce la forma de una doble capilla abovedada, flanqueada por altos muros laterales. En tres de las caras se representan falsas puertas policromadas, y en la principal se sitúan dos figuras momiformes a modo de ushebtis precedidas del texto donde aparece el nombre del propietario.

 

Y de este modo pongo aquí punto final al reportaje, que solo he redactado por vil interés pecuniario y porque, cayendo estos días sobre Madrid una recia canícula de la que resulta necesario salvarse, es muy de agradecer la agradable climatización que el Museo Arqueológico nos brinda. Recomiendo encarecidamente visitar la exposición, empero, a todas las personas interesadas por el Antiguo Egipto, y aún más a los ciudadanos residentes lejos de Catalunya, pues algunas de las piezas más interesantes volverán a su ubicación original en la Biblioteca-Museu Víctor Balaguer en Vilanova i la Geltrú (Barcelona)  una vez finalizada la muestra.

 

Ramiro J. Mesa Fernández (Texto)

Lucía Arroyo Mesa (Fotografía)

Madrid, 20 de julio de 2.025.

 

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