El jardín del silencio
Por Lorena
Creación: 5 junio, 2003
Modificación: 3 junio, 2020
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Procuró la sombra de un árbol donde poder descansar un momento. El calor ya era insoportable y de tanto sudar se sentía pegajoso y sucio. Estas no eran vacaciones, a pesar de que siempre las había deseado. El sitio en donde se encontraba no conseguía conformarlo. Era en Disneylandia en donde él debería estar, disfrutando de la montaña rusa y de esas cosas que lo llenaban de emoción y también de miedo. Un golpe de brisa tibia le limpió la arena acumulada en su cabello. Nunca había visto tanta arena, ni sufrido tanto calor. Inquieto volvió a mirar su reloj, eran las cuatro de la tarde otra vez.

-Se paró el maldito reloj -protestó -¡Hace horas que son las cuatro! La culpa es de mis padres, ellos me trajeron a este horrible lugar para arruinarme las vacaciones -gritó más fuerte porque alguien tenía que oírlo. Estaba furioso, enojado.
Los pensamientos vibraban en su interior avivando la bronca, pero nadie lo escuchaba. Nadie escucha a los niños cuando hablan en serio.

Alguien tiene que oírme -pensó. Se levantó ágilmente y caminó en cualquier dirección restándole importancia a la promesa que había hecho a sus padres de ser buenito y quedarse sentadito a cambio de no acompañarlos en esa excursión. Sin embargo no quería que lo «dejaran en paz», lo que quería era que ellos sufrieran su ausencia. Pero ahora no se conformaba con tan poco.

Al llegar ante el primer pilono del templo de Jonsu se desvió. No le llamaban la atención las piedras amontonadas; todo estaba estropeado y la arena era una presencia inevitable e igualmente detestable. Además, la atención que le brindaban los turistas «viejos» era inaguantable. El no era un chiquillo -tenía doce años- para tener que soportar hacer de mandadero, tener que repetir mil veces las notas que sacaba en la escuela y el nombre de su equipo de fútbol preferido, o lo que era más estúpido aún, responder a la tonta pregunta -¿tienes novia?-, como si a esos viejos les importara. Si no le importaba a él menos debería importarles a ellos.

-No tienen otra cosa que hacer que andar preguntando idioteces por ahí -los excusó. Pero eran las ruinas lo que más le molestaba, las ruinas que pululaban por doquier. -No importa, pasa todo -se consoló, acallando la voz de su cerebro.
Caminó bordeando el margen izquierdo del río, alejándose rápidamente del barco que les había traído ese mediodía. Caminaba mirando el suelo, maldiciendo a su improvisado paseo porque el calor parecía querer aplastarlo. Se sobresaltó al sentir un cambio en el aire ¿adónde se había ido el calor? Tanto calor no podía desaparecer de golpe. Pero sí, se había ido. Ese rápido descenso de la temperatura le despertaba una sensación que para él era conocida: inseguridad. Levantó la vista no sólo para poder orientarse y darse cuenta en donde estaba, sino también para encontrar algo o alguien que le brindara seguridad.

La edificación que se alzaba frente a él no era igual a las anteriores. Aunque se encontraba tan desolada como las ruinas turísticas, no parecía ser tan antigua. Daba la impresión de haber sido abandonada recientemente. El color grisáceo de las paredes y el enorme vacío que rodeaba a la casa hacía desistir cualquier deseo de visitarla. No existía calidez en aquel extraño lugar.

Al contrario de las ruinas que ya había visto, ésta no estaba construida con piedras, sino con ladrillos de barro, al igual que la mayoría de las casas que se levantaban a orillas del río. La casa, compuesta solo por líneas rectas, mostraba aún indicios de haber sido majestuosa. En la planta superior grandes ventanas colocadas de a dos le permitían la entrada a la luz, y en la inferior la misma cantidad de ventanas asomaban entre esbeltas columnas que se asemejaban a enormes tallos labrados. La entrada principal, que se abría en medio de la procesión de columnas descoloridas, carecía de puertas. Las hojas, que tuvieron que ser enormes, parecían nunca haber existido, puesto que no se veían goznes en el marco de la entrada. Un mirador coronaba la casa fantasma.

Lejos del esplendor de otros tiempos, la oscura edificación presentaba un aspecto descuidado y lamentable. Los yuyos silvestres emergían del interior de los muros y luego morían secos por el sol sin que nadie se preocupara por arrancarlos.
El aspecto del jardín que rodeaba la casa era peor. Por ninguna parte se veía color. El pasto amarillento había sido invadido por el polvo de los caminitos que lo atravesaban. Los canteros, vacíos de flores, se estaban desintegrando. Los árboles del lugar -higueras y granados- de aspecto moribundo, permanecían inmóviles.
Sobre las quietas aguas de un estanque rectangular descansaba una flor. ¡La única flor de todo el jardín!

El muchacho se lanzó a la carrera en busca de aquel signo de vida. Cruzó corriendo el camino de adoquines que llegaba hasta los escalones que antecedían a la lúgubre casona, y en segundos se encontró de rodillas sobre el enlosado azul y verde que limitaba al estanque. La flor que había capturado toda su atención era un loto de pétalos blancos. La observó durante unos breves instantes; el débil loto flotaba dificultosamente entre un manojo de papiros quebrados y secos que se desparramaban sobre la superficie del agua.

-¡Esa flor es para mí! -exclamó, e intentó medir la distancia que los separaba extendiendo al máximo su brazo derecho, mientras se apoyaba en el otro por temor a terminar en el fondo del estanque. Cuando sintió que sus dedos habían alcanzado al fin uno de los suaves pétalos un grito lo obligó a contraer el brazo de golpe. Sobresaltado, descubrió a un niño de unos trece años, de pie a su lado.

-No debes arrancar a esa flor de su estanque -lo reprendió el recién llegado- a menos que sea de suma necesidad para ti. ¿Para qué necesitas tú esa flor?
-A vos que te importa -respondió gruñendo -¿De dónde demonios saliste?
-Yo vivo aquí. Este es mi hogar y este mi jardín. ¿Tú quién eres? -interrogó el extraño.
-Me llamo Daniel, y no sabía que este lugar… estaba habitado.
-¿Daniel? ¿Qué quiere decir Daniel? -Daniel lo miró de la misma forma que miraría a un loco.
-Daniel es solo un nombre, no quiere decir nada. Nada que yo sepa.
-¿Tienes un nombre que no quiere decir nada? -esa pregunta sorprendió aún más a Daniel- ¡Imposible! -continuó diciendo el muchacho- Los nombres siempre significan algo.
-Los nombres no son más que eso, nombres -le retrucó Daniel- Y deja de preguntar pavadas.
-Los nombres -prosiguió diciendo tranquilamente el muchacho- son importantes, ¿no lo sabías? Mi nombre es Sith.
-¿Cómo dijiste que te llamas? -Daniel se esforzó por captar nuevamente ese sonido sibilante y poder descifrarlo.
-Te dije: mi nombre es Sith.

Por segunda vez el sonido escapó de los labios con la velocidad del viento, dejando a Daniel con la duda: ¿qué dijo?, ¿era un nombre o un sonido? «Eso» no era un nombre, no se adecuaba al concepto que Daniel tenía de la palabra «nombre». Sith pareció adivinar estos pensamientos y comenzó a reír, lo que provocó en Daniel una cierta bronca.

-¿De qué te ríes idiota? -bramó.
-De ti. Parece que te cuesta mucho trabajo decir «perdóname, no te entendí».
Daniel sintió crecer la bronca, ¿por qué debía disculparse? No acostumbraba pedir disculpas porque nunca nadie se disculpaba con él. No tenía por qué hacerlo ahora. Sith siguió hablando sin advertir lo enojado que Daniel estaba.
-Sith significa «alegría» ¿Te das cuenta? Mis padres estaban felices de verdad cuando yo nací. Mi padre me abrazó y dijo: «Tu nombre es Sith porque tú le has infundado alegría a mi vida». Gracias a mi nombre yo estoy siempre alegre y contento, simplemente soy feliz. Fue un bonito regalo… y…¿qué significado guarda tu nombre?
-Daniel no significa nada -respondió gritando cada palabra- Mi nombre es sólo un nombre como cualquier otro. Me podría llamar Alberto, Martín o Alejandro… pero me llamo Daniel, ¿entiendes? A Sith le costaba acostumbrarse a tantos cambios. Porque ahora todo había cambiado y los nombres eran simplemente palabras vacías de sentido, fáciles de pronunciar. No iba a doblegarse ante nuevas costumbres. Él continuaba agradecido a sus padres por aquel don con que le habían obsequiado; toda su alegría, que disfrutaría eternamente. -¿Qué nombre te gustaría tener? -preguntó.
-Bueno… me podrían haber puesto Timothy, como mi primo, que es muy inteligente y juega muy bien al fútbol. Es un nombre muy inglés, como él, que es alto y distinguido.
-Timothy… Daniel…. -Sith ensayó los nombres varias veces y finalmente exclamó: -¡Te llamaré Timi!

Daniel hizo un momento de silencio para dedicarse a observar a Sith. Éste no era más alto que él aunque un poco más delgado. Tenía la piel más bronceada que la suya y el cabello negro y lacio. Lo que más llamaba la atención en su delicado rostro eran sus ojos, de un azul profundo, cuidadosamente delineados con pintura negra. A Daniel le vino a la memoria la respingada figura de su madre, concentrada frente al espejo de la cómoda, mientras se pintaba una fina línea sobre cada párpado. «Hay que tener pulso de cirujano» acostumbraba decir su madre.

-Debe de haber estado horas frente al espejo -reflexionó Daniel para sí -¡Qué árabes locos! Continuó examinando con la mirada al exótico personaje que le resultaba levemente conocido. Estaba seguro de haberlo visto antes en alguna parte, pero no podía recordar dónde. La ropa que Sith llevaba no era la adecuada para un varón. Recordó que la mayoría de los hombres que había observado en los últimos días usaban túnicas que les cubrían hasta los pies y eran pocos, excepto los turistas, los que vestían bermudas o pantalones. Sobre lo que parecía ser una remera blanca -sólo se le veían las mangas- tenía una especie de chaleco ajustado al cuerpo bordado con cuentas polícromas, un par de finos tiradores dorados lo ajustaban sobre los hombros. Un colorido collar de varias vueltas fabricado con pequeñas cuentas de cornalina, lapislázuli y jaspe pendía del cuello de Sith y le ocultaba parte del torso. Un liviano faldellín de lino blanco le cubría de la cintura a las rodillas y una elaborada ajorca de oro en el brazo izquierdo completaba su original vestimenta. Al igual que muchos niños de la zona iba descalzo.

Daniel lo miró de arriba a abajo y de abajo a arriba varias veces. Como su madre solía pedirle que se mostrara cortés y respetuoso con las personas de costumbres distintas a la suya, encontró prudente aguantar toda la crítica que tenía en la punta de la lengua. Disfrazando su tono de voz lo más que pudo, le preguntó:
-Dime, ¿quién te vistió de esa forma tan extraña? Sith pareció no darse cuenta de la ironía con la que Daniel intentaba irritarlo.
-Fue Séndal, mi tutor. ¿Sabes?, preferiría no usar ropa; estaría más cómodo sin ella. Yo creo que es necesario llevar vestidos sólo para protegerse del clima. -y señalando su faldellín agregó: -Esta ropa es fresca, deberías probarla, no sufrirías tanto el calor ni sudarías como campesino.

Era cierto, Daniel se sentía sucio día y noche y no existía desodorante que le alcanzara. Se duchaba tres y cuatro veces por día y metía la cabeza bajo el primer grifo que se le cruzara. El aire caliente le dificultaba respirar y le quemaba la piel, y estaba también esa maldita arena que se le pegaba al sudor de las manos, al cuerpo y al pelo. Sith parecía no sentir el calor que en ese momento asfixiaba a su amigo. -Tal vez ya se acostumbró a este lugar donde no corre una sola gota de aire- pensó Daniel.

-Me siento mejor vestido así -continuó diciendo Sith que parecía nunca cansarse de hablar -¿Ves esta cinta azul que llevo atada alrededor de la cabeza?
-Sí, ¿qué hay con eso?
-Bueno, esta cinta cierra mi círculo energético…
-¿Que te cierra lo qué? -se apuró a preguntar Daniel, porque nunca había oído hablar de nada semejante.
-Te lo repito, esta cinta cierra mi círculo energético.
-¿Y en español qué significa eso?
-Significa que no pierdo mi energía. Puedo acumularla y así usarla en mi beneficio.
-Ah, ¡ya sé! -exclamó Daniel, que creía haber descifrado al chico que estaba sentado con las piernas cruzadas delante de él -¡Tú eres de la New Age!
-Yo no conozco esa palabra.
-¿Eres metafísico?
.-No -fue esta vez la respuesta.
-¿Budista?… ¡Ya sé! -gritó, y de un salto se puso de pie -Tu maestro es Sai Baba.
-¿Quién? Discúlpame; no he podido comprenderte. Por favor, explícame cada una de tus palabras desde la primera hasta la última.
-¿Todo de nuevo? ¡No! Repetir todo no. Olvida lo que dije.
-¿No era importante lo que me estabas diciendo?
-Nada es «tan» importante en la vida; apréndete esta: lo que pasó, pasó.
Sith repitió esas palabras cuidadosamente para poder aprenderlas pero Daniel no lo soportó.
-¡Pará nene! No te tomes tan a pecho todo. Sí cada palabra que yo digo tú la repites me vas a volver loco.
-Me pediste que aprendiera esa frase, y yo sólo intentaba complacerte.
-Vos no tenés que complacerme en nada. ¿Qué locura es esa de ir por ahí complaciendo a la gente? Vos tenés que hacer la tuya y listo.
Sith agachó la cabeza en un intento por meditar la última oración de su nuevo amigo. -Él sólo intenta ser amable -pensó -Su mensaje es un poco egoísta porque él es un poco egoísta.

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