Sir Flinders Petrie y los retratos romanos de Hawara
Por Jorge Roberto Ogdon
22 julio, 2005
Modificación: 24 diciembre, 2020
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Hawara fue la necrópolis de Arsinoé, la ciudad que Ptolomeo II rebautizó con el nombre de su esposa, y que hasta entonces era conocida como Shedyt, la metrópolis principal de El-Fayum.

Del sitio llamado, indistintamente, Er-Rubayat o Kerke en nuestros días procede la mayor y más deslumbrante colección de retratos de momias de la época romana, que fue recuperada por el insigne arqueólogo británico Sir Matthew Flinders Petrie a fines del siglo XIX.

Actualmente, el cementerio se encuentra localizado junto a la ciudad antigua, en las adyacencias de la moderna Medinet el-Fayum y en un área conocida como Kiman Faris o “las Colinas del Jinete”. Los documentos del Período Ptolemaico se refieren a la metrópolis con la precisa designación de Arsinoiton Polis (“Ciudad de los Arsinoetanos”), a partir del reinado de Ptolomeo II Filadelfo (283-246 a.C.).

Vista panorámica del cementerio romano en Hawara, según una litografía del siglo XIX

Vista panorámica del cementerio romano en Hawara, según una litografía del siglo XIX

La villa ya existía desde la más remota antigüedad y era el principal centro de culto al dios-cocodrilo Sebek (o Sobek), a quien los griegos llamaron Suchos y a cuya ciudad denominaron primeramente como Krokodeilon Polis (Cocodrilópolis) o “la Ciudad de los Cocodrilos”.

Conocida desde las primeras dinastías, la villa cobró gran auge durante el Reino Medio y mantuvo su importancia hasta la época grecorromana, en especial a causa de las obras de irrigación que realizaron los monarcas de la Doceava Dinastía y que transformaron la zona en un vergel agrícola a partir de una región pantanosa anteriormente usada como coto de caza por los faraones.

Los griegos dieron a Hawara el nombre de Aueris, siguiendo la forma nativa Hut-ueret, conocida por ellos en demótico – que probablemente signifique “el Templo de La Grande”, antes que “el Gran Templo” -, si bien ignoramos a qué deidad pueda referirse. Algunos sostienen que no se trataría de una diosa, sino de una referencia elíptica al famoso y enigmático “Laberinto” del que habla Heródoto en su Historia (II: 148-9), notando que un moderno poblado en las cercanías lleva el nombre de Hawwarah el-Makta o Hawwarat el-Bahriya.

La necrópolis de Hawara se encuentra a nueve kilómetros al sudeste de Arsinoé y ambos sitios estuvieron conectados por el brazo del Nilo llamado Bahr el-Yusuf o “Río de José”. Tanto en la ciudad como en el cementerio, las divinidades prominentes fueron Sebek y Anubis, la deidad patrona de los embalsamadores; y Hawara, precisamente, fue un industrioso centro de tratamiento de cadáveres según las artes del dios cánido.

Un cementerio mágico

Parece ser que la población de Hawara estaba constituida por familias dedicadas al comercio funerario, desde la momificación hasta la provisión de ataúdes y ajuar para la tumba. Se piensa que muchas de ellas vivían en, o muy cerca, del mismo cementerio.

Un papiro demótico, procedente del “archivo del embalsamador” llamado Sebek (“El Cocodrilo”), hijo de Heqet (“La Rana”), consigna los nombres de diecisiete familias de sacerdotes funerarios y embalsamadores.

La dama del sistro. Retrato de mujer anónima. Época antonina, 130-161 d.C. Museo Egipcio de El Cairo

«La dama del sistro». Retrato de mujer anónima. Época antonina, 130-161 d.C. Museo Egipcio de El Cairo

El sitio pudo haber adquirido estas características por haber sido durante milenios un lugar predilecto de enterramiento, al menos desde la Doceava Dinastía, cuando Amenemmes (Amenemhat) III (1842-1797 a.C.) eligió el lugar para erigir su pirámide.

Debemos recordar que este antiguo monarca fue deificado y adorado, en el Período Grecorromano, bajo el nombre de Pramarres. Tal distinción habla a las claras de la santidad de la que Hawara estaba imbuida para sus habitantes: ser enterrado en su camposanto equivalía a compartir la “tierra de los dioses”.

En 1888, Sir Flinders Petrie llegó para hollar esa misma tierra y exhumar de ella los vestigios de Amenemmes III y su tiempo. Pero en el transcurso de sus excavaciones encontró “un inmenso cementerio de fecha romana, con cámaras mortuorias de ladrillo todavía conteniendo los cuerpos de sus propietarios” (S.M. Drower, 1985: p. 133).

Al principio, Petrie no se puso muy contento con el hallazgo, a tal punto que decidió excavar en otra parte, cuando uno de sus obreros apareció con la noticia de que una mujer le miraba desde su máscara de niña muerta: “una hermosamente dibujada cabeza de niña, en suaves tintes grisáceos, enteramente clásica en su estilo y moda”, escribiría luego en su diario de notas.

A la par del descubrimiento, se dio la casualidad de que apareciera por el lugar Martyn Kennard, uno de los promotores de Petrie, quien recordaba que aparte de los llamados “retratos Graf”, hallados en el curso del año anterior, no existían otros retratos de momias similares. El Museo Británico de Londres apenas podía exhibir dos ejemplares en sus vastas colecciones egipcias.

Dos días más tarde, salía a la luz otro bello retrato de una mujer y, otro par de jornadas después, apareció el de un hombre, cuya cabeza estaba coronada por una guirnalda estucada y dorada. “A pesar de que vine por la pirámide, pronto encontré una mina de interés en los retratos sobre momias”, confesaba el arqueólogo británico, impresionado por el inesperado encuentro de tales riquezas.

Y no era para menos, ya que además de los retratos estas momias tenían muchas otras cosas que ofrecer a su descubridor: debajo de la cabeza de una joven halló un largo rollo de papiro conteniendo la mayor parte del Libro II de La Ilíada de Homero, nada menos. Una evidencia de que los arsinoetanos tenían gran estima por la literatura griega más temprana.

Durante los meses siguiente, Petrie exploraría la zona alrededor de la pirámide de Amenemmes III, en donde se recogieron numerosos objetos menores: amuletos, fragmentos de papiros, cerámica en diversos estados de conservación, “y muchas cosas pequeñas”, al decir del excavador.

La tumba de una niña, por ejemplo, estaba llena de “juguetes”. Otras dos infantes fueron encontradas cubiertas con bustos estucados y dorados e incrustados con piedras semipreciosas. “Las niñas son, realmente, cosas superiores, tan buen trabajo como uno pudiera pedir en tal estilo”, sentenció Petrie. Junto con ellas, consideraba que otra momia de mujer, con un retrato realizado sobre tela montada, eran las mejores obras de todas las encontradas por él.

Hacia fines de marzo, el calor se había vuelto intolerable para los europeos; Petrie recorría diariamente a pie, ida y vuelta, los casi 13 kilómetros que le llevaban a Medinet el-Fayum para recoger el dinero de la paga de sus peones, y el esfuerzo le llevó a escribir que “el efecto de estar rodeado de tanto polvo orgánico de las momias con una caminata a 40° C iba a provocarme una grave infección pulmonar. Difícilmente ya podía hacer algún embalaje [por el esfuerzo]… Esto me duró por tres semanas” (Petrie, 1931: p. 88).

Cuando llegó el turno de repartir los objetos exhumados con el Museo Egipcio de El Cairo, Petrie nuevamente no se puso muy feliz; en esos tiempos el director del Servicio de Antigüedades era P. Grébaut, quien demostró tener bastante del “exquisito gusto” francés y guardó para Egipto una docena de retratos que, casualmente, eran los mejores de todo el lote, dejando al inglés sin ninguna obra comparable.

La muchacha de oro. 125-150 d.C. Museo Egipcio de El Cairo

«La muchacha de oro». 125-150 d.C. Museo Egipcio de El Cairo

Pero eso no fue todo, el colmo llegó cuando Petrie, algo contrariado, le preguntó si “estaba ya contento” con su selección, a lo que cortésmente, y uniendo su palabra al acto, Grébaut expresó que “una vez conocí a una joven dama como ésta” a la par que tomaba otra más de las mejores que quedaban. Es de imaginarse la cara del excavador.

A su regreso a Londres, Petrie exhibió los retratos en el Egyptian Hall de Picadilly, exactamente en el mismo lugar en donde Belzoni había realizado su muestra de la decoración de la tumba de Seti I. Este evento le trajo fama y conoció a muchas personas, algunas de las cuales iban a terminar sosteniendo una gran amistad con él, como es el caso e Holman Hunt, el pintor pre-Rafaelista.

Petrie volvió a Hawara hacia fines de 1888, descubriendo la cámara sepulcral de la pirámide de Amenemmes, pero su interés radicaba todavía en el cementerio romano que ya había arrojado 81 retratos, en su mayoría de gran calidad.

Retorno a Hawara

Para el momento en que Petrie gozaba de la fama ganada en Picadilly, otros investigadores se encontraban ya en Hawara: sólo en 1892 hubo tres trabajando al mismo tiempo. El primero fue Heinrich Brugsch, el respetado egiptólogo alemán, que al poco tiempo pegó la vuelta a Berlín portando veinticuatro retratos de extraordinaria calidad que, en su mayoría, fueron a engrosar la colección del Museo de Berlín, en tanto el resto pasó a manos de Rudolf Mosse, el propietario del periódico alemán más importante del momento.

Tras sus pasos llegó a Hawara R. von Kaufman, quien en la estancia de pocos días se alzó con un retrato de momia que se volvió famoso con el nombre de “Aline”, junto con su cuerpo momificado y el de la que debe haber sido su pequeña hija. Y en la primavera de 1892, J. von Levetzau y V. Niemeyer hallaron otro sepulcro del que recuperaron la exquisita imagen de una joven mujer.

Pasarían años hasta que la necrópolis romana fuera nuevamente visitada por los excavadores; el primero en hacerlo fue Gustave Lefrebvre, a la sazón inspector del Servicio de Antigüedades y, por lo tanto, trabajando en carácter oficial, quien efectuó algunos sondeos a mediados de 1910.

Pero todo ese tiempo, Petrie no había perdido de vista la importancia y valor del sitio, y sus reliquias romanas.

Retrato de un joven. Época antonina, 130-161 d.C. Museo Egipcio de El Cairo

Retrato de un joven. Época antonina, 130-161 d.C. Museo Egipcio de El Cairo

En diciembre de ese mismo año, regresó al terreno de Hawara, convencido de que, debido a que en los últimos años los descubrimientos habían sido bastante magros, todavía quedaban posibilidades de rescatar mayores tesoros del seno de la tierra. Y demostró tener la razón.

Esta nueva temporada le regaló setenta retratos más a los que ya había exhumado previamente y, para mayor gozo todavía, muchos de ellos estaban en mejores condiciones que los primeros.

Para marzo de 1911, el excavador inglés cerró sus tareas en el camposanto para ir a supervisar las labores que se encontraban en marcha en Menfis, y luego partió hacia su país natal llevando treinta y nueve retratos que, de pasada, exhibió ante una admirada concurrencia en la British School de Atenas.

Como era habitual en el industrioso decano de la arqueología egipcia, sus excavaciones fueron seguidas casi inmediatamente por la publicación de su progreso y resultados: en 1911 mismo apareció su Roman Portraits and Memphis (IV), al que siguió poco después un álbum de láminas en color, en 1913, titulado The Hawara Portfolio. Su primera temporada apareció editada con la misma celeridad, en 1889, bajo el título Hawara, Biahmu and Arsinoe. Desde entonces, se han convertido en una “trilogía” indispensable al momento de estudiar este peculiar aspecto del arte grecorromano en Egipto.

Propuestas insuperables

Como es bien sabido, Petrie era un estudioso meticuloso y muy bien preparado en muchos terrenos; un verdadero “hombre orquesta”, pero, más que eso, un habilidoso “detective”: sabía ver las huellas y tenía una gran intuición; “olfato”, que le dicen.

Eso le permitió reparar, a medida que excavaba las tumbas, en muchos detalles que luego le darían pautas preciosas para la interpretación del uso y función de los retratos de momia durante el período grecorromano. Pero por su formación multifacética, tampoco dejó de analizar e interpretar las técnicas artísticas propiamente dichas en las pinturas de esa galería de retratos.

Encontró que muchas databan de tiempos ptolemaicos; estas momias tenían un cartonaje decorado, estaban vendadas de forma muy elaborada y poseían ataúdes de madera. Casos algo posteriores – fechados en el siglo I d.C. -, presentaban la misma complejidad en el vendado y representaban los ejemplos más tempranos – por entonces – que se conocieran del arte greco-egipcio.

Este estilo de decoración conocido como “cartonaje” era el puente entre las épocas griega y la romana. Petrie dató el período de co-existencia de ambos estilos, el del retrato y el de la máscara de cartonaje, entre 50 y 120 d.C., y vio en su evolución un fenómeno de lento desarrollo. Actualmente, muchos especialistas coinciden en decir que ambos estilos fueron contemporáneos y no piensan que uno derive del otro.

Retrato de una joven. Época antonina, 161-180 d.C. Museo Egipcio de El Cairo

Retrato de una joven. Época antonina, 161-180 d.C. Museo Egipcio de El Cairo

En un principio, Petrie pensó que los retratos se hacían poco después de haber fallecido el retratado, pero pronto se percató de que, en realidad, eran pintados cuando el mismo aún estaba vivo. La corroboración de este hecho vino a quedar representada por el hallazgo de un marco y su lienzo todavía sin terminar que data del siglo II d.C.

Incluso, llegó a especular que los retratos primeramente habrían sido colgados en la casa de sus propietarios en vida, y recién después de muertos llevados al taller de momificación para ser incorporados en las carcasas de los ataúdes.

Y la idea de Petrie probó de nuevo ser correcta: el examen con rayos-X de la momia de un hombre cuyo retrato le representa como de mediana edad, resultó ser la de un anciano.

Bibliografía Selecta

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Autor Jorge Roberto Ogdon

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