El origen colonialista de la egiptología. La expedición napoleónica y sus consecuencias
Por Jorge Roberto Ogdon
24 mayo, 2006
Modificación: 21 abril, 2020
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El Egipto de Napoleón Bonaparte

El Egipto de Napoleón Bonaparte

El 27 de septiembre de 1822 marca para la egiptología moderna el nacimiento oficial de su ciencia; en ese día, el joven orientalista francés, Jean-Françoise Champollion, presentaba su famosa “Carta a M. Dacier relativa al Alfabeto de los Jeroglíficos Fonéticos empleados por los Egipcios…”, en los que se explayaba sobre sus estudios sobre la célebre Piedra de Rosetta.

Nadie ignora que los trabajos de Champollion partieron de las inscripciones talladas en dicha losa de basalto negro, que registra un único texto en tres escrituras diferentes: dos egipcias – jeroglífico y demótico -, y otra griega. El objeto recibió su nombre del hecho de haber sido descubierta por casualidad por el oficial francés Pierre Bouchard, en agosto de 1799, cuando se encontraba laborando en unas faenas de remodelación de la fortaleza “Julien”, en una zona aledaña a la villa de Rosetta, cercana a Alejandría, en el Delta occidental egipcio. El monumento vio la luz al demolerse un muro, ante lo cual, el avispado oficial, notificó su descubrimiento a su oficial superior, el general Menu, quien, de inmediato, lo hizo llevar a Alejandría para dárselo a los sabios que acompañaban a la expedición. Porque Bouchard era parte de las tropas del ejército que Napoleón Bonaparte usaba para conquistar el Egipto de los musulmanes, y que había invadido sus territorios hacía menos de un año.

De esta manera, nos encontramos con que el monumento que brindó la clave para recobrar la escritura y la lengua de los faraones, como herramienta fundamental e imprescindible para recobrar a la civilización que la produjo, fue obtenido en el transcurso de una expedición de corte netamente militar, y no de una misión científica propiamente dicha. Pero pese a la naturaleza bélica de dicha expedición, el contingente armado estaba acompañado por un nutrido grupo de científicos y artistas, que representaban a la crema de la intelectualidad  francesa de sus tiempos. ¿Puede concebirse una misión más extravagante? Y si la misma no nació de un trasnochado sueño del Gran Corso, ¿qué motivó su realización? Las consecuencias de la “Expedición a Egipto” fueron enormes, no sólo para el destino del general Bonaparte, sino para la historia de la Arqueología y de Egipto mismo.

La extravagancia de su consumación se hace evidente en el hecho de embarcar al más preparado ejército de la República sin revelarle el destino final de su viaje, en momentos en que la flota británica es la dueña absoluta del Mar Mediterráneo. Por otra parte, en Europa se estaba armando una alianza de países hostiles al proyecto francés de la República, amenazando invadir su territorio de manera inminente. Además, la invasión se efectuó contra un país al que no se le declaró la guerra en ningún momento, ni por motivo aparente alguno. Mas la justificación más delirante fue la de la necesidad de fundar una colonia, en un momento en que Francia declamaba a los gritos la autodeterminación de los pueblos.

Batalla entre navíos ingleses y franceses

Batalla entre navíos ingleses y franceses

Para entender los motivos que tuvo la “Expedición a Egipto” es necesario retrotraerse a la proclama de paz de Campo Formio, en 1797. A partir de entonces, Napoleón se convirtió en el general más popular de Francia, en tanto el Directorio vivía la más grande impopularidad. Sin embargo, Bonaparte consideraba que no era el momento adecuado para dar un golpe de estado, basándose en que su prestigio se fundamentaba no sólo en sus hazañas militares, sino también en su sumisión y lealtad por las instituciones – más no por sus representantes. Por un lado, el Directorio parecía todavía sólido en el gobierno, habiéndose sacado de encima a sus adversarios políticos, en tanto que, por el otro, el consenso popular se oponía rotundamente a las aventuras militares, como lo habían ya comprobado La Fayette, Dumouriez y Pichegru. Para Napoleón se necesitaba una “gran campaña”, cuyo triunfo consolidara su imagen de ser el único individuo capaz de salvar a la República. La idea de atacar a Inglaterra no le seducía en lo más mínimo, a la vista del desastroso intento de Hoche, y él no estaba seguro de correr mejor suerte en ese proyecto.

El día 3 de julio de 1797, Talleyrand leyó, en una sesión pública del Instituto de Francia, un ensayo sobre las ventajas de crear nuevas colonias debido a la particular situación en que se encontraba la República, retomando la vieja propuesta hecha por Choiseul de que Egipto fuera cedido a Francia. Egipto era un país musulmán, casi inaccesible en esa época, y los europeos que allí habían estado no se habían aventurado más allá de El Cairo, excepto algunos pocos, por lo que, prácticamente, se desconocía el mismo casi en su totalidad. Pero, en París, estaba a la mode la misteriosa tierra del Nilo: en 1785, Savary imprimió sus “Cartas sobre Egipto”, en las cuales describía su estadía allí entre 1776 y 1779; y, en 1787, Volney editó sy “Viaje por Egipto y Siria”, obra en la que, pese a haber estado sólo siete meses en 1782 en la tierra de los faraones, y no describirlo en lo más mínimo, sí hizo unos vivaces y admirativos comentarios sobre sus antigüedades, que resultaron una fuerte motivación para Napoleón y los savants de su expedición, a tal punto que éste fue el único libro que llevo consigo en su aventura militar. De hecho, poco y nada se conocía sobre Egipto en Francia o en Europa en general, apenas que era una provincia otomana, y mucho menos se sabía de su pasado histórico, salvo lo que los clásicos griegos y romanos, o los viajeros de la Baja Edad Media y el Renacimiento habían escrito sobre ella. Para muchos de ellos, Egipto era la “Ruta del Sur” que los Cruzados habían elegido como alternativa para llegar al Santo Sepulcro de Jerusalén, en donde habían hallado los “Graneros de José” bajo la forma de las Pirámides de Guiza. Y, entre los franceses que se habían dignado referirse a tan exótica y legendaria tierra, sólo el sacerdote dominicano Vansleb, en 1672, fue enviado por Colbert para “adquirir manuscritos y medallas antiguas”, quien había llegado a las costas del Mar Rojo y visitado el convento copto de San Antonio, y al Egipto Medio, siendo el primer explorador que describió las ruinas de Antinóopolis (Antinoë), la ciudad romana erigida por el emperador Adriano en memoria de su favorito Antinóo, quien murió ahogado en ese sitio durante un paseo en el barco del césar.

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